Soy
partidario de un currículo amplio, diverso y lleno de oportunidades para
descubrir talentos. Aprender a conocerse y descubrir que cada uno de nosotros
somos una propuesta muy original, advertir que somos auténticamente únicos, es
una extraordinaria revelación.
Comprender
cuales son nuestros talentos y donde están nuestras debilidades, es un desafío
de gran relevancia en nuestra infancia. Nos permite por una parte, encontrarnos
con nuestra verdadera identidad y por otro lado, identificar las áreas donde
tenemos ventajas comparativas.
Desde
esta perspectiva, una gran cantidad de ramos extracurriculares, deportivos,
artísticos, culturales y religiosos; los recreos, los juegos y las
convivencias; los paseos y viajes, entre otras actividades, enriquecen la
experiencia escolar.
Las
pruebas estandarizadas, tipo Simce, apuntan en otra dirección. La presión de
los resultados adelgaza el currículo, concentrándolo prioritariamente sólo en
los ramos que se miden. Una amenazante anorexia para nuestra educación.
La
creatividad, propia del arte y de la libre curiosidad, queda cada vez más
relegada. La reflexión profunda y el pensamiento crítico, toman demasiado
tiempo. Son lujos que no tendrán nuestros hijos y nietos en las aulas.
El
entrenamiento para lograr resultados, se comienza a transformar en cuestión de
supervivencia en muchas escuelas. Las más vulnerables, corren el peligro de ser
etiquetadas y condenadas por una sociedad que mide para catalogar más que para dar
oportunidades.
Nuestras
escuelas arriesgan convertirse en campos de concentración. Concentración de
disciplinas, trabajos forzados y raquitismo mental. ¡Al final lo único que
importará del estudiante es un número!
Puede
que nuestras autoridades sean bien intencionadas, pero yo prefiero una escuela
que enseñe a pensar, a convivir y a resolver problemas reales, sin alternativas
pre-establecidas.
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