La
educación tradicional o industrializada está condenada a muerte. Y con ella, la noble tarea del profesor. Este declaración simple y
sencilla, puede parecernos una exageración. Pero la evidencia está en todas
partes. No la queremos ver. El reclamo global de los estudiantes es apenas un
indicador reciente, pero la poca valoración social del profesor y la reticencia
por estudiar pedagogía son fenómenos de larga data. Son anuncios de los problemas graves de salud en el
sistema educacional que no quisimos advertir a tiempo.
En
“Meaning”, un interesante libro acerca de los ciclos de vida de los sistemas sociales,
Cliff Havener define 3 fases en la evolución de todas las organizaciones sociales:
- La etapa formativa, que comienza con una idea que gradualmente se va materializando para satisfacer un determinado propósito y que se sostiene en el impulso emprendedor, creativo e innovador del grupo que se entusiasma con el desafío hasta que logra darle estabilidad e identidad propia la nueva organización.
- La etapa normativa, que comienza cuando el crecimiento de la organización, requiere de reglamentos, procedimientos y sistemas de control para maximizar su eficiencia. Con la implementación de estos procesos burocráticos, mecánicos y repetitivos, se fragmenta y se rigidiza la organización impidiéndole adaptarse al cambio social.
Y aquí hay dos alternativas: la sociedad condena a muerte a la
organización por ser un sub-sistema discordante y este deja de existir o, la
organización logra flexibilizar a tiempo sus estructuras para evolucionar a…
- La etapa
integral, que recupera el verdadero sentido de esa organización e integra
sus partes fragmentadas de modo que las diferentes áreas generen sinergía y
todos sus empleados comprendan que trabajan juntos como un equipo hacia un
objetivo común.
Sostenemos
que el sistema educacional actual está condenado a muerte porque ha perdido
contacto con su objetivo original. La idea detrás de la institución educacional
era preparar a las nuevas generaciones para enfrentar los desafíos de la vida. Detrás
de esa gran idea, estaba la sustentabilidad del experimento humano. Enseñando a
nuestros jóvenes las lecciones que habíamos aprendido en el pasado, logramos progresos asombrosos. Avanzamos tanto, que hemos adquirido enorme influencia
sobre el medioambiente en que vivimos. Con la ciencia y la tecnología creamos
un mundo que antes no existía. Un mundo virtual, acelerado, interconectado,
inundado de información, complejo e hipersensible. Las actuales condiciones de
vida han cambiado tanto, que las estrategias del pasado no les aportan
competencias útiles a las nuevas generaciones.
Recordemos
que la educación se industrializó para estandarizar procesos, con el propósito de masificar el
acceso a la información, para ilustrar a quienes no podían acceder al
conocimiento humano. Era una época de bajo alfabetismo y escasez de información. El profesor era
el dueño del conocimiento y habitaba en el sistema educacional. Así formamos
muchas generaciones. Y mientras el sistema educacional estaba en su etapa
formativa, aquel noble y antiguo profesor que tuvieron otras generaciones desempeñó
una extraordinaria labor, con profunda vocación de servicio, paciencia infinita
y enorme cariño, entregó todos sus conocimientos y erudición a sus alumnos. Aun
escuchamos añoranzas de aquellos viejos tiempos cuando teníamos una verdadera
educación de calidad.
Los
problemas comenzaron cuando quisimos maximizar la eficiencia de los procesos
educativos. La paciencia dentro del aula debía desaparecer. Los procesos se
estandarizaron y la especialización, la repetición y la gestión adquirieron
cada vez más relevancia. Todo debía planificarse y aquello que fuese
impredecible era obviamente molesto. Así fue como desterramos la creatividad y
la diversidad del sistema educacional. Las pruebas de alternativas, las
mediciones y los rankings empeoraron la situación.
Pero
la crisis definitiva llegó con los procesos de acreditación, los estándares orientadores y las limitaciones al ejercicio profesional. Forzando a todas
las instituciones a lograr eficiencia en los procesos educacionales,
exigiéndoles prácticas y normas fragmentadas y parciales e incluso estableciendo
las características del profesor, se perdió de vista todo el sentido de la
educación. Los criterios estadísticos de la modernidad fueron la lápida definitiva. La extraordinaria rigidez que estos procesos introdujeron en la
educación ya industrializada, la condenaron a una muerte violenta y dolorosa. Y los pocos maestros que seguían intentando
educar a sus estudiantes para los nuevos tiempos, se extinguieron. La noble
profesión del profesor fue sepultada bajo toneladas de burocracia, normas,
mediciones y números. Así fue como murió el profesor. Así lo extinguimos.
La
educación tendrá que reinventarse e integrarse. Volver a su sentido original:
preparar a las nuevas generaciones para los desafíos de la vida y alinear a
todos los que en ella participan con ese objetivo. Eficiencia si, pero
orientada a las condiciones de vida actuales y no a condiciones que ya no
existen. Todos nuestros estudiantes vivirán en un mundo de nativos digitales. Como los desafíos de la vida en un mundo con internet, no pueden ser
enseñados por quienes no conocen ese mundo, el oficio de profesor, cual es
enseñar, debe transformarse en el oficio de mentor, que consiste en enseñar a
aprender. Aprender a encontrar, a explorar, a filtrar, a correr riesgos, a cometer errores y sacar lecciones. Eficiencia en la exploración. Eso es lo que debemos fomentar. La educación industrial debe transformarse en educación integral,
líquida, flexible y orientada a prepararnos para la incertidumbre, la
complejidad, el pensamiento independiente, la creatividad y el aprendizaje profundo.
Solo
entonces, los jóvenes estudiarán pedagogía porque ser mentor implicará conocer
el desarrollo humano, un proceso en etapas progresivas de expansión de
consciencia que permitirá aumentar el potencial individual y colectivo del ser
humano. Será, literalmente, la profesión
del futuro.
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