Previamente:
–...le acercó una enorme espina al muslo y se la clavó. Gaspar no sintió nada.
– Tus piernas ya no caminarán.
Fue entonces cuando Gaspar se dio cuenta de que estaba paralizado. Se transformó en un observador, el único papel que le cabía a un paralítico en la selva.
Episodio 4: Las leyes de la selva ♣
“…Gaspar imaginó que arriba, en el firmamento, habitaba un gran profesor celestial, que usaba la noche como pizarra y jugaba con las estrellas para trazar las lecciones que deseaba transmitir.
Al atardecer llegaron sus cuidadoras y lo desnudaron. Tiñeron su cuerpo de azul oscuro y le dejaron dos varas largas a los costados. Algo especial iba a ocurrir, supuso Gaspar. Esa noche, por primera vez desde el accidente, varios indígenas lo arrastraron con cuidado para sacarlo de la choza. Afuera, bajo la luz de las estrellas, advirtió que se reunía toda la tribu. AkhaaSha daba instrucciones y todos la obedecían. Al centro, una fogata teñía de colores cálidos a todos los asistentes. Lo pusieron cerca del fuego. Al parecer, sería un testigo privilegiado de una ceremonia importante. Los nativos tenían sus cuerpos pintados de diferentes colores. Algunos se movían muy lentamente, como acechando. Otros con espasmos nerviosos, con más rapidez, escudriñando el denso follaje que rodeaba la aldea. Y un número indefinido de ellos, camuflados subrepticiamente entre la frondosa vegetación, eran invisibles. Gaspar llegó a contar a unos cuarenta aborígenes, pero debían ser muchos más.
AkhaaSha se veía radiante luciendo su tocado ceremonial. Todo el ritual giraba a su alrededor. Traía consigo un gran recipiente de greda, con una pócima verdosa y espesa, que repartió a cada uno de los presentes, incluido Gaspar. De pronto los ruidos de la selva se tornaron más diversos y nítidos, al tiempo que se alternaron con silencios más profundos mientras todos observaban las estrellas con devoción, expectantes del mensaje que la Madre Naturaleza tenía para ellos.
La jungla era rítmica y musical con notas que salían desde todas partes. Estaba viva. Respiraba. Después de unos minutos en esa experiencia mística, Gaspar pudo distinguir un sonido misterioso que surgía desde los árboles más frondosos. La selva parecía estar cantando. Una vez que sintonizó con aquella melodía de fondo, se dio cuenta que tras cada graznido, gruñido o aullido, un nativo camuflado emergía desde la oscuridad de la jungla hasta el resplandor de la fogata, donde se pavoneaba frente al fuego, como presentándose en sociedad.
A medida que circulaban los distintos disfraces, la luna se asomaba entre las copas de los árboles y el fuego se consumía. Progresivamente la luz ambiente se hizo más fría. Luego de una pausa silenciosa, los nativos lentamente comenzaron a entonar una canción gutural, con un ritmo “in crescendo”, hasta que los tambores despertaron un ímpetu desbordante e invitaron a los cuerpos pintados a danzar o tal vez, combatir los espíritus de la selva. Los efectos del brebaje verde se hacían sentir cada vez con mayor fuerza. La cadencia de la música fue aumentando escalonadamente hasta volverse frenética. Los miembros de la tribu, visiblemente alterados, se contorsionaban rítmicamente, dejándose llevar por una coreografía invisible, pero que todos parecían conocer, salvo por supuesto, Gaspar. Cuerpos y almas confundidos en una danza primal que reflejaba la unión y conexión que tenían con la madre naturaleza, como si todos fuesen una familia que se cuida y se protege de las sorpresas que traen consigo las leyes de la selva. Sensualidad, jolgorio, risas y miedo. Batallas y enfrentamientos brutales, incluso con golpes feroces donde el derrotado terminaba siendo metafóricamente devorado por el vencedor. Gaspar mismo, fue atacado por algunos seres colorados y obligado a hacerse pasar por muerto. Tendido inmóvil en la tierra, observó. El aterrador espectáculo era magnífico. Todos corretearon caóticamente hasta que sus menguantes energías se consumieron por completo. Luego, extenuados, juntos y prácticamente desnudos, durmieron bajo la protección de la luna, entregados al cosmos, como si confiaran ciegamente en su destino.
Gaspar adivinó que esa experiencia era parte de su preparación. La primera lección que AkhaaSha quería transmitirle. Tendría que descifrarla.
Al alba siguiente, mientras los cuerpos seguían dormidos, el lisiado observador aprovechó la tranquilidad del momento para reflexionar. Comprendió que aquel ritual pretendía transmitir conocimientos. Y aunque debió reconocer que su cultura amazónica era paupérrima aún, finalmente creyó deducir el significado oculto que había detrás de la ceremonia: el rito escenificaba la profunda interrelación ecológica en la que todos los organismos vivían. La trama interdependiente de la vida en la selva. El drama periódico por sobrevivir. Revelaba la cercanía de la muerte y la brutalidad del instinto de conservación. Y sugería, de cierta forma más sutil, que la supervivencia era una tarea mutua. Dependían de la enmarañada convivencia selvática. Estaban conectados. La terrible jungla los unía en un proyecto colectivo. Allí, dejaban de ser individuos. La tribu, la flora y la fauna se convertían en manifestaciones de un solo cuerpo: un solo gran organismo; el cosmos amazónico, un frágil ecosistema luchando por perpetuarse. En esa dimensión, eran inseparables. Existían todos juntos, vivían todos juntos, compartían un ambiente natural que consideraban su hogar y por lo mismo, tenían un destino común. La vida era algo sagrado, que se expresaba con enorme diversidad en una delirante danza cotidiana que solo terminaba en el descanso nocturno bajo la supervisión de las constelaciones estelares.
Desde su mirada pedagógica Gaspar imaginó que arriba, en el firmamento, habitaba un gran profesor celestial, que usaba la noche como pizarra y jugaba con las estrellas para trazar las lecciones que deseaba transmitir. Quizá en la profundidad del cosmos están escritas las leyes de la naturaleza que los seres conscientes deben descifrar. Quizás la ley de la selva era mucho más que una lucha por sobrevivir. Tal vez allí también estaban insinuadas las leyes para una convivencia armónica. Tal vez el hombre moderno debería volver a convertirse en un ser ecológico para entender al Universo, concluyó.
Mientras cavilaba, presintió que lo estaban mirando. Al volverse captó la energía poderosa de AkhaaSha, que parecía estar examinando sus pensamientos. Ella sonrió. Apuntó con sus dedos índice a sus oídos, a sus ojos, su nariz y su boca, para luego deslizar las manos sutilmente por su cuello y terminar tomándose la cabeza, como si estuviese diciendo:
–Usa tus sentidos. Piensa… ¡Nada es lo que parece!
Gaspar asintió y sonrió socarronamente, como si le contestara:
–¿Acaso puedo hacer otra cosa?
Después de ese momento telepático, varios indígenas literalmente lo arrastraron hasta el río. Allí estaban todos, diluyendo sus extravagantes colores en la corriente del río. Sus disfraces se desvanecían navegando hacia abajo como si fuesen interminables hilos multicolores. Dejaron a Gaspar sentado en la orilla, con sus inútiles piernas bajo el agua y sus manos libres para fregar su piel con el agua corriente. Despojándose de la tinta azulada. Sus cuidadoras lo ayudaron a lavarse bien, aprovechando la ocasión para bañarlo como si fuese un bebé. Fue el último en volver a su cuchitril pero iba fresco y renovado. Ahora se sentía parte de la tribu, como si hubiese sido bautizado por las aguas serpenteantes del Amazonas.
Desde entonces, AkhaaSha le reveló frecuentemente sus prácticas chamánicas, permitiéndole advertir como ella se relacionaba con la naturaleza.
Cada mañana, después de un breve período de meditación, ella transformaba su choza en aula para educar a aquel alumno de capacidades especiales y procedía a impartir su materia mediante demostraciones y señas.
Comenzó por enseñarle a extraer energía natural de la vegetación. Primero los hongos. A identificarlos mediante el olfato. Esto le costó muchísimo porque era un sentido que Gaspar jamás había necesitado desarrollar. AkhaaSha le indicó que las setas, en particular dos de ellas, poseían poderes mágicos muy potentes. Las puso a secar y luego le mostró el procedimiento para conseguir un destilado poderoso. Para ella esta energía era divina y sólo se podía ocupar en casos muy especiales.
Lo mismo hizo con varias plantas. Las trataba con mucho respeto y consideración, como si fuesen seres inteligentes y en extremo sensibles. Hablaba con ellas y reaccionaba en consecuencia, como si le respondieran. En algunas ocasiones les hacía cariño, les daba agua y las limpiaba. En otras, después de un pequeño ritual, les sacaba delicadamente algunas hojas para remojarlas. Así preparaba una especie de té, que usaba para las sanaciones. Había unas enredaderas que machacaba y mezclaba con otras plantas para luego hervirlas, que obviamente producían potentes efectos alucinógenos. Él mismo se mareaba durante las preparaciones.
Con las flores era más delicada aun. Actuaba como si las admirara. Con amor. Destilando los pétalos mustios, preparaba esencias aromáticas para sazonar los alimentos.
Eran demostraciones prácticas que Gaspar agradecía y disfrutaba como su principal actividad del día. No se extendían por mucho rato, puesto que ella tenía otras obligaciones, pero le permitían pensar en algo concreto el resto del día y así combatir el fantasma de la depresión que a veces se aventuraba por allí.
Además, AkhaaSha le mostró cómo conseguir energía natural de las semillas. Allí disponían de una variedad asombrosa que primero molían y luego ingerían como infusión. Era evidente que tenían diferentes usos. Cada una emanaba una energía propia, que parecía estar relacionada con su aspecto y colorido. Supuso que esa era la forma que tenían las plantas de expresar su energía interna. Probablemente nuestra apariencia humana también expresa la energía interna que nos habita, se dijo a sí mismo, contemplándose desvalido y desamparado. Y esa energía de las plantas era la única medicina de aquella precaria aldea. Gaspar observó cómo AkhaaSha las usaba en diversos brebajes para tratar a quienes acudían a ella. Así fue cómo Gaspar, se convirtió en aprendiz de Chamán y fue comprendiendo que en la vegetación circulaba la salud de todo el ecosistema. Mientras observaba a su mentora, progresivamente asimiló diversas prácticas del arte de la sanación. Con bastante sorpresa constató que los resultados eran más que aceptables. No obstante la muerte era una visitante habitual dentro de esa comunidad, donde el cuidado diario era una forma de vida, todos cooperaban en la prevención y nadie daba por descontado el mañana. Morir era un evento natural. Común y corriente. Vivían literalmente el momento, intensamente, en un eterno presente, que los nativos respetaban mucho por los continuos riesgos que los sorprendían en la jungla. Eran una comunidad débil y lo sabían. Por eso se cuidaban con esmero. Y entendían que sus recién nacidos eran especialmente frágiles, por eso los cuidados extremos eran para ellos. Cuidar a los jóvenes era la principal ley de supervivencia en la selva.
Un día muy temprano en la mañana AkhaaSha despejó el piso y dibujó un árbol en la tierra húmeda de su choza. En sus ramas esbozó algunas criaturas. Luego trazó las raíces que crecían, enterrándose. Perfiló unas gotas cayendo de las nubes e hizo crecer al árbol. Hacia arriba y hacia abajo. En el tronco dibujó una sonrisa. Y finalmente caminó sobre el dibujo, con mucho cuidado, dejando sus huellas impresas en la tierra húmeda. Luego salió, dejando a Gaspar la tarea de interpretar el mensaje.
Las plantas conectan al cielo con la tierra, fue lo primero que pensó Gaspar. Sin embargo, a medida que examinaba los trazos fue comprendiendo que AkhaaSha había dibujado el árbol de la vida. La simbología era fascinante. El gran árbol parecía un gran paraguas, cobijando a todas las criaturas vivientes. El árbol, el cielo, la tierra y la vida estaban conectados a través del agua, fuente de energía para el sustento del ecosistema, que fluía en diferentes estados a través de ellos despojándolos de cualquier impureza. Energía de la naturaleza que el hombre respetuoso de ella podía aprovechar para su propia sanación. La energía de las plantas sanaba al hombre bueno.
Maná cae del cielo, se acostumbró a decir Gaspar en señal de agradecimiento cada vez que llovía, a pesar de las condiciones miserables en las que se encontraba y que debía soportar. El hombre se acostumbra fácilmente a sus circunstancias, pero necesita agua como la vida misma, pensó. Bendita agua. Sin embargo, el ambiente húmedo y caluroso en que normalmente vivían, era veleidoso y cambiante. Lluvias torrenciales podían llegar sin previo aviso. Por eso predecir las condiciones climáticas era muy importante para la supervivencia de la tribu. En los atardeceres AkhaaSha salía a mirar el cielo y se reunía con los cazadores. A veces, cuando la reunión se hacía cerca, lo sacaban a tomar aire y participaba en ellas como observador. Notó que se fijaban mucho en las nubes, en los vientos, en los colores del cielo y en las primeras estrellas que parecían estar ligadas a los ritmos de la naturaleza, lo cual no le pareció extraño. Lo que le llamó mucho la atención fue que se concentraran tanto en los sonidos de la selva: las ranas, los grillos, los pájaros, los gritos de los monos y hasta los gruñidos de los jaguares eran mensajes que estas criaturas les enviaban acerca del clima, y que ellos sabían interpretar a la perfección. Las melodías de la selva eran su predictor más eficaz. Toda la fauna se comportaba como una orquesta sinfónica de extraordinaria sensibilidad, dirigida por los gestos imperiosos de la atmósfera. Cada organismo vivo que los rodeaba interpretaba su partitura con notable maestría, previniendo a los nativos de los avatares del mañana. Muchos escuchaban los atardeceres embelesados, convencidos de que aquella música auguraba su porvenir.
En la oscuridad profunda de una noche raramente enmudecida, al otro lado de la choza se percibían los ojos ampliamente abiertos de AkhaaSha, negándose a conciliar el sueño. Parecía preocupada o tal vez temerosa, como presintiendo el peligro. Aunque sus pupilas estaban orientadas hacia el cielo, su mirada estaba dirigida hacia su interior. Como percibiendo una melodía alarmante que presagiaba el futuro inmediato. Susurraba en voz baja algo ininteligible, como si estuviese cuchicheando con seres invisibles. Probablemente conversaba con los espíritus de sus antepasados. Parece estar rezando, conjeturó Gaspar. Estaba en una especie de trance. Algo inquietante ocurría en su imaginación porque sus expresiones demostraban aflicción. Suspiraba, gemía y respiraba agitadamente. Sueños lúcidos, según Gaspar.
Mucho antes del amanecer se escuchó a mucha distancia un disparo, perturbando la tranquilidad selvática. Como si fuese la señal que estaba esperando, AkhaaSha se levantó y salió. Al poco rato, movimientos sigilosos por todas partes demostraban que la tribu entera estaba preparándose para un encuentro inevitable y peligroso.
Los niños más pequeños de la tribu entraron a la choza y se apretaron en un rincón. En la oscuridad apenas pudo distinguir a una de sus cuidadoras cubriéndolos con cenizas. Luego hizo lo mismo con él. Tácitamente se estableció un pacto de silencio absoluto entre todos. Gaspar y los niños debían esperar mudos e inmóviles. Agazapados, paralizados por el miedo, como el animal que sabe que no puede huir de su predador. Esperando.
En cuestión de segundos, los ruidos externos se diluyeron y la aldea quedó desierta. Los mayores se internaron en la espesura de la selva y desaparecieron. Estaban siguiendo una estrategia cuidadosamente planeada para evitar el encuentro con “otros humanos”. Ellos tendrían que esperar. Sencillamente esperar. Y así, los cenicientos inmóviles aguantaron sus miedos dentro de la choza.
Y si la tribu se perturbaba por el peligroso encuentro con la civilización, Gaspar no pudo evitar que en su mente aflorara la esperanza del retorno. Tal vez esa detonación provenía de alguien que podría llevarlo de vuelta a casa. Un ser civilizado.
De pronto, sonó otro disparo que volvió a sacudir a aquellas almas asustadas. Esta vez mucho más cerca. Y luego dos o tres más. Un grito apagado y algunas voces humanas se distinguieron entre las alarmas estridentes de algunos animales abruptamente zarandeados por el estruendo de las detonaciones. La selva se agitó por un momento. Luego vino una calma sospechosa y después la cautela más silente se apoderó de aquella tímida madrugada.
Silencio absoluto por un tiempo. Gaspar intentaba infructuosamente, acallar los latidos de su corazón. Creía oír hasta las palpitaciones de sus compañeros de escondite. La adrenalina lo ahogaba. Unos pasos renuentes delataban la presencia de alguien acercándose sigilosamente. Los niños aun permanecían quietos. Sus ojos desmesuradamente abiertos eran el único cambio perceptible.
Entonces, entre las sombras del alba se distinguió una figura humana acercándose a la entrada de la choza. Un cuerpo vestido se agachó preparándose para entrar. El cañón de un rifle penetró el precario refugio de los más débiles y detrás del arma se asomó el rostro pálido de un desaliñado individuo. Investigando. Al principio no reaccionó. Adentro estaba muy oscuro. Solo después de algunos segundos, la sorpresa apareció en ese curtido rostro. Y justo cuando su mirada se encontró con la de Gaspar, una flecha letal atravesó su cuello.
Sin que su contacto visual se desatara aun, el extraño se desplomó como pidiéndole explicaciones. Comprendió que había caído en una trampa mortal y se estremeció al darse cuenta del inexorable destino que le aguardaba. En breves instantes, aquel excepcional visitante murió. Su mirada se perdió en el infinito. Allí quedó tendido, bloqueando la entrada de la choza. Allí mismo lo pasó a buscar la muerte, que de paso hizo un gesto cómplice al asustado rector.
Buenísimo Cornelio!!
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