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miércoles, 11 de mayo de 2022

Los Secretos del Escarabajo 1.3

Previamente:

    —…pido perdón. No puedo aceptar el premio ¡Discúlpenme!

Entonces se precipitó el encuentro con el presente. Un impacto fuerte y seco, un tirón desgarrador, gritos desesperados y un duro golpe en la cabeza que lo dejó sumido en la oscuridad.


Episodio 3: La experiencia humana ♣

“Tendrás que dominar al gran destructor que llevas dentro y enseñarle a escuchar a la naturaleza.”

Gaspar despertó frente a un rostro de mujer curtido y fascinante. Una indígena de mediana edad, de mirada penetrante y segura, lo observaba con indisimulado interés. Al ver que Gaspar abría sus ojos, acercó la mano derecha a su frente, donde tenía tres profundos cortes y, sin tocarlo, le transmitió un calor profundo. Eran manos que expedían energía, quemaban. El aire que respiraba parecía ser tóxico. Una serie de olores intensos y novedosos inundaban la atmósfera de la precaria choza que lo alojaba.

    La misteriosa mujer, que se veía espléndida con su piel morena adornada de tatuajes y pinturas, comenzó a moverse con su cuerpo casi desnudo, elástico y musculoso, cadenciosamente y con extraordinaria agilidad alrededor del postrado sobreviviente. La danza era su manera de agradecer a los espíritus de la selva que el chamán blanco hubiera recuperado la conciencia después de quince días en estado de coma. 

    Para el herido, en cambio, se trataba de una escena terrorífica. Desde su cama vegetal Gaspar observó con ojos desorbitados el baile gimnástico sin poder ocultarle a la mujer el miedo que se dibujó clarito en sus propias facciones maltrechas. Desencajado, intentó darle un sentido a la situación pero su mente no le respondió. No podía comprender lo que estaba ocurriendo, ni por qué estaba allí. En su memoria, el recuerdo del accidente, había desaparecido. Como si aquel episodio de su pasado se hubiese borrado por completo de su mente. 

    Quería incorporarse y arrancar, pero su cuerpo no respondía. Incapacitado como estaba se sintió a merced de una bruja danzante que parecía querer intimidarlo con gestos grotescos en lugar de consolarlo en su agonía. Gaspar abrió la boca, como queriendo gritar. Pero no pudo articular palabra alguna. Ella aprovechó ese preciso instante para acercarle un líquido amargo. Gaspar tenía tanta sed que tragó con desesperación. Fue un reflejo instintivo. Al poco rato volvió a perder la conciencia.

    Cuando después de un tiempo indeterminado Gaspar recuperó el conocimiento, la mujer pintarrajeada seguía allí. Esta vez más tranquila, sentada al medio de la pequeña morada, con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. Respiraba lenta y profundamente. Parecía estar en trance. O meditando. 

    Gaspar apenas recuperado alcanzó a ver parcialmente el lugar donde se encontraba. Dentro de una choza rústica, donde distinguió algunos pequeños huesos, ramas y hojas ordenadas y plumas coloridas. Le dio la sensación de estar en un lugar esotérico. Intentó moverse discretamente y no pudo. Se sentía drogado. Le dolía todo. Por alguna razón recordó a su adorada madre… Ella, que se decía adivina, se sentiría bien en aquel ambiente tan mágico. En vano intentó volverse. El esfuerzo le causó un penetrante dolor que le hizo perder la conciencia nuevamente. 

    Despertó tranquilo y más lúcido esta vez. Su barba crecida demostraba que habían transcurrido varias semanas desde el accidente. No había nadie a su alrededor. Su vista recorrió nuevamente el lugar que habitaba y ahora logró distinguir pieles, hojas, flores, algunos cacharros de arcilla y piedras cóncavas que parecían recipientes y un par de cráneos de animales salvajes. Un tocado lo impresionó. Parecía un disfraz ceremonial que dominaba el centro del recinto. Concluyó acertadamente que la mujer era la hechicera de una tribu primitiva.

    La pequeña choza estaba construida de ramas y hojas verdes. Parecía un refugio provisorio. El viento y la lluvia se colaban con facilidad. Escuchó un ruido. Alguien se acercaba. Como seguía inmóvil decidió cerrar los ojos y hacerse el dormido. Entraron dos muchachas preadolescentes casi completamente desnudas. Comenzaron a limpiarlo cuidadosamente con paños y agua. Le mojaron los labios y luego le movieron los brazos y las piernas para continuar con el aseo. Un grito de dolor que no pudo reprimir, les reveló su estado de conciencia. Las jóvenes se asustaron y salieron raudas, gritando algo incomprensible. 

    Después de un par de minutos la hechicera entró. Gaspar ya estaba calmado. Comprendió que si hubiesen querido hacerle daño ya no estaría vivo. Que estaban intentando salvarle la vida. La mujer lo siguió limpiando con paciencia y delicadeza. Era más que una curandera, era su doctora. Actuaba con total autoridad. Dedicó algún tiempo a tratar las heridas, aplicándoles amable y pacientemente, pócimas y ungüentos. Gaspar la miró con una expresión de profunda gratitud que ella comprendió inmediatamente. Ella le sonrió, mostrando al  unísono, su dentadura imperfecta y su amable benevolencia. Tenía ojos felinos, penetrantes y almendrados. Era portadora de una belleza salvaje y natural, digna de una reina amazónica. Desde ese momento Gaspar recibió sus atenciones con total confianza.

    Así pasaron varios días. El rector seguía postrado, sin adaptarse a su nueva realidad. Era un escenario propio de un cuento fantástico. Desde su lecho, advertía cómo ella, en un oscuro rincón, regularmente preparaba pócimas, escogiendo con cuidado los ingredientes. Parecía una alquimista preparando remedios naturales en la selva. Los guardaba en una especie de morral que siempre acarreaba consigo. A pesar de su sosegada mejoría, Gaspar adivinó que algo andaba muy mal. Algunos músculos no le respondían aunque sus heridas exteriores ya habían cicatrizado. Cada vez que intentaba comunicarse con su cuidadora, ella le respondía con una risita socarrona.

    Un día la mujer preparó un brebaje que ambos compartieron en lo que Gaspar presintió, era un ritual sagrado. Ella se sentó frente a él. Cantó, apenas susurrando una letanía monótona y pegajosa. Gaspar se animó e intentó repetir los sonidos que ella emitía. Después de un rato ella bebió la preparación de un recipiente y le ofreció el resto a su atribulado visitante. Gradualmente sus distorsionadas mentes se entrelazaron y sostuvieron una conversación sin palabras. ¿Telepatía? ¿Clarividencia? Más bien parecía un sueño. Por primera vez conversaron. 

    –AkhaaSha –dijo mostrándole su cuerpo, como si estuviese indicando su nombre–. Soy la eterna memoria de la experiencia humana y la madre de esta familia. 

    Gaspar supo instantáneamente que AkhaaSha era la principal autoridad del grupo. La jefa de la tribu. Se alegró de poder comprender. 

    –AkhaaSha –repitió él, señalándola y apuntó hacia el mismo diciendo– ¡Gaspar!

    –Aspar…

    – ¿Qué ocurrió? 

    AkhaaSha hablaba lentamente y gesticulaba con sus manos intentando explicarle lo sucedido. Gaspar traducía sus palabras y gestos intuitivamente. No estaba cien por ciento seguro, pero creía sus conjeturas eran correctas. El dialogo que sigue es su inmediata interpretación de aquella extraña conversación.

    –Del cielo cayó una gran ave metálica que traía en sus entrañas muchos humanos… Hizo fuego, ruido, daño. Y la selva lloró, se lastimó. 

    – ¿Y los demás? 

    –Muertos. Excepto tú y uno más que murió esa misma noche. Agradecimos a la Madre Naturaleza y a los cuerpos, que hicimos nuestros –dijo AkhaaSha.

    Gaspar se quedó mudo. Atónito. No quiso entrar en detalles, aunque inconscientemente se preguntó: ¿Canibalismo en el siglo XXI? No. Prefería pensar que estaba malinterpretando las señas. AkhaaSha respetó por un rato el silencio escandaloso que se interpuso entre ambos y finalmente lo interrumpió con palabras aun más desconcertantes.

    –Tienes la marca del jaguar –dijo, señalando la cicatriz que Gaspar tenía en la frente–. Esa es una señal. Todos los chamanes la tenemos.

    Entonces ella le mostró la suya detrás del hombro derecho. Tres rasguños paralelos que parecían hechos por una garra felina. Una cicatriz muy similar.

    – ¿Chamanes?

    –Tus ancestros también fueron furtivos chamanes. Me han pedido ayuda pues tienes una gran misión por delante. Ellos siguen acompañándote aquí mismo –dijo mirando al costado, donde se suponía que estaban los antepasados de Gaspar.

    Él se volteó, pero no vio nada. ¿Estaría interpretándola bien?

    –Mi madre era psíquica –musitó inconscientemente Gaspar, reconociendo íntimamente que la amorosa presencia materna se sentía allí. AkhaaSha respetó el contacto esotérico con un silencio prolongado…

    –Lo sé. Y también sé que ahora percibes su presencia –agregó ella.

    – ¿Cómo…?

    –Recuerda que yo guardo en mi corazón toda la experiencia humana. Sé bien quién eres tú. El cordón umbilical entre nuestros mundos…

    –Un cordón que estuvo a punto de cortarse –comentó Gaspar aludiendo a su accidente pero sin comprender del todo aquella insólita aseveración. 

    –No fue fácil tu recuperación desde la muerte. Ya habías entrado a la luz y no querías regresar. Debí usar mucha magia y hacer un pacto con el árbol de la vida. Tendrás que dominar al gran destructor que llevas dentro y enseñarle a escuchar a la naturaleza –le advirtió AkhaaSha.

    –Respetar la naturaleza –dijo Gaspar, dándole a entender que había comprendido, cuando en realidad estaba más confundido que nunca. De lo que sí estaba consciente era de que dependía de su buena voluntad para seguir viviendo. Trataría de seguirle la corriente…

    –Nuestros antepasados han hecho un pacto de honor y conspiran para el bien de la humanidad. Mueven energía para intentar evitar el suicidio humano. 

    –Debo volver ¡Debo irme! –dijo, intentando incorporarse sin éxito. No quería aceptar la interpretación que su mente daba a los gestos y palabras de su cuidadora. ¿Estaría volviéndose loco?

    –No Aspar. Debes prepararte-, lo interrumpió y antes de que él siguiera intentando moverse, le acercó una enorme espina al muslo y se la clavó. Gaspar no sintió nada.

    –Tus heridas fueron grandes. Tus piernas ya no caminarán. 

    Fue entonces cuando Gaspar se dio cuenta de que estaba paralizado. Sólo podía mover sus extremidades superiores, aunque con intenso dolor y mucha dificultad. Se había roto la columna y algunas costillas además del brazo dislocado. Aturdido por las implicancias de una conversación que le parecía irreal, decidió tranquilizarse y reflexionar.

    Su mente también parecía estar quebrada. Quiso creer que todo era una confusión producto del fuerte golpe en la cabeza y el brebaje. Necesitaba ordenarse. Intentó recoger las pocas piezas de información que tenía para construir un relato coherente. Comenzó por dejar las cosas más incomprensibles a un lado e intentaría no hacer suposiciones. 

    Era evidente que había sido el único sobreviviente del accidente aéreo. Estaba en plena selva amazónica, probablemente entre Brasil y Perú. Lo había rescatado una tribu de indígenas que, a juzgar por sus utensilios, costumbres y formas de vida, casi no tenían contacto con la civilización. Muy pocos de sus conocimientos previos servían en aquel mundo primitivo. Supo con certeza que su vida aún pendía del delgado hilo de AkhaaSha. Por el momento se encontraba protegido por esa mujer bondadosa pero aparentemente desquiciada. Ella creía en los espíritus y hablaba con las plantas y los animales, como si supiera sus idiomas. Si de algo estaba seguro era que no debía enfadarla ni contradecirla. Era evidente que ella esperaba algo a cambio de haberle salvado la vida.

    Sus heridas superficiales parecían haber cicatrizado bien. Su hombro aunque se había encajado, aún le dolía con cada movimiento que intentaba. Su cabeza había sufrido un fuerte trauma pero estaba mejorando. Y probablemente el reposo por la inconciencia había contribuido a la recuperación de las costillas. Lo que más le preocupaba ahora era su parálisis. Tal vez tendría solución si lo atendían en un hospital moderno. Allí, en medio de la selva, estaba condenado. Tendría que idear un plan para volver a la civilización cuanto antes. 

    Mientras tanto AkhaaSha lo observaba con evidente y creciente curiosidad. Su cuerpo reaccionaba frente a cada pensamiento de Gaspar. Parecía estar leyendo su mente. Comprendía sus emociones. Entonces fue cuando AkhaaSha le señaló en tono autoritario:

    –No te engañes ni te apures. Antes de regresar debes prepararte –y sin más que agregar salió de la choza.

    A partir de entonces, Gaspar aceptó sus circunstancias sin oponer resistencia y vigiló cuidadosamente los rituales de AkhaaSha. Se transformó en un observador, el único papel que le cabía a un paralítico en la selva.  Notó cómo preparaba sus pociones, cómo seleccionaba sus hierbas y cómo clasificaba sus setas. A veces ella le daba unas infusiones que agradecía mucho, porque saciaban su sed, calmaban sus dolores y lo ayudaban a dormir. Afortunadamente en ese clima tropical la habitual lluvia le regalaba algunas gotas de agua fresca que se colaban hacia el interior de la choza y que él se esforzaba por cazar. Estiraba su cuello y abría la boca, dando un espectáculo que divertía mucho a AkhaaSha. Una refrescante entretención en esa insoportable prisión.

    Aunque estaba claro que las secuelas serían graves, tras algunas semanas después del accidente, todo indicaba que había logrado sobrevivir. -¿Cómo?, ¿Por qué? -se preguntaba. Tal vez porque había sido un buen deportista y probablemente sus años de duro entrenamiento permitieron que su cuerpo resistiera el accidente y favoreciera su recuperación. Quizá gracias a la enorme rigurosidad con que su padre lo crió porque, reconocía, nunca aceptó rendirse frente a sus desafíos. De él heredó una testarudez que podía hacer titubear incluso a la muerte. Si estaba vivo era porque se había vuelto un “viejo porfiado”, como él muchas veces catalogó a su progenitor. Como correspondía a un abogado chapado a la antigua, su viejo fue exigente y obstinado pero justo. Honorable a la antigua, bastante distante y poco cariñoso. Muy diferente a su querida y gentil madre, con quien solía jugar a las adivinanzas. De ella heredó sus poderes psíquicos. Resolver acertijos era su juego favorito cuando era niño. Desarrolló una perspicacia magnífica. Tal vez esos distantes poderes le permitían comunicarse ahora con AkhaaSha. Nunca se atrevió a ejercitarlos frente a su padre. Quizás ahora, en plena jungla amazónica, lograría quitarse esa frustración infantil. Quizás ahora podría reconocerse como el “genio que habita en las entrañas del hombre” como sostenía su querida madre pitonisa.


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