Acabo de terminar un taller titulado “Desde la
Ciencia a la Conciencia” conducido por Cecilia Montero. Se trató de una
búsqueda íntima entre 5 personas desconocidas, que querían encontrarse consigo
mismas. Fue una linda experiencia. Como habitualmente sucede, a medida que vas
conociendo más a esas almas desconocidas, primero las vas aceptando, luego las
comienzas a querer y finalmente terminas admirándolas.
Eso también ocurrió esta vez, porque en aquella
búsqueda nos dimos cuenta de que todos vivíamos en una especie de sueño. Una
ilusión. Jun tos descubrimos que la realidad era tan solo una fantasía. Una
narrativa escabrosa que habíamos construido para darle sentido a nuestras
creencias, para justificar nuestras conductas y para alimentar a ese ambicioso charlatán,
el ego.
Estábamos allí porque queríamos despertar. Recuperar
nuestro libre albedrío. Todos pretendíamos evitar que nuestra voluntad fuese
raptada por algún villano. Creo que todos ansiábamos ser felices y éramos
suficientemente honestos como para reconocer que alguno de esos impostores,
estaba tomando nuestras decisiones, incluso haciéndose pasar por nosotros. Si
queríamos despertar del hipnótico trance en que vivíamos y desenmascarar a esos
embusteros, tendríamos que conocer nuestra verdadera identidad.
En primer lugar, aceptamos que no éramos nuestro
cuerpo y por ende, que las necesidades biológicas no debían dirigir el rumbo de
nuestras vidas. Nunca se sacian. Había que satisfacerlas, qué duda cabe, pero
no como fin, sino como medio para seguir viviendo. Es que a veces confundimos
nuestro cuerpo con nuestra esencia, pero descubrimos que es verdad que somos
más que biología.
Otras veces confundimos nuestra trayectoria con
nosotros mismos. Pero tampoco somos nuestras historias, nuestras experiencias,
ni nuestras actividades. Ni nuestro genero, ni nuestras responsabilidades. Ni
nuestro estatus, nuestro patrimonio o nuestro poder. Esos rótulos eran apenas
unos cuentos que nos contaba nuestra mente. Etiquetas que quería ponernos.
Luego, desarticulando otra confusión muy habitual, reconocimos
que tampoco éramos nuestros pensamientos, nuestras creencias o nuestra
imaginación. Ese es apenas un perpetuo ruido que habita en nuestra mente y que
nos distrae continuamente. Es más, nuestros pensamientos no son hijos nuestros.
Flotan por ahí y los sintonizamos si vibramos en su misma frecuencia. Como
programas de radio que están al aire. Pero no nacen de nosotros. Y nuestra
mente es como un detector de ideas. Como aquella radio que transmite en
diversas frecuencias y que siempre está funcionando. Pero, ¿quién opera esa
radio? Eso andábamos buscando. Y muy pronto concluimos que no somos nuestras
mentes ni nuestras ideas o pensamientos.
Tal vez éramos algo incluso más profundo. Más etéreo.
Algo como nuestra alma. Ese espíritu que arrienda nuestro cuerpo para existir.
Parecía que estábamos cerca, pero descubrimos que tampoco se trataba de eso.
Nuestras almas, en el sentido clásico, existen, puesto que es energía que se
alimenta de amor pero son diferentes. Independientes una de la otra. Y eso
también era una sensación de separación ilusoria. Otro espejismo.
¿Quién soy yo, entonces?, pensábamos entre todos…
Somos lo mismo. Nuestra verdadera esencia es
idéntica. Por eso nos fuimos aceptando, queriendo y admirando. Nos fuimos
reconociendo en otra versión humana. Allí en esas “otras” personas estábamos “nosotros”
mismos. Somos la fuerza que nos anima. Esa fuerza que hace llorar a los bebés, florecer
las primaveras, que hace volar a las aves, nadar a los peces, lactar a los
mamíferos y cazar a los predadores. La fuerza poderosa que hace crecer a los
árboles y que impulsa los vientos, agitando la superficie del océano. Somos la
fuerza que mueve el cosmos. Porque el universo está preñado. Somos vida.
Somos manifestaciones de una única e infinita
Conciencia. Todo lo que existe es esa gran Conciencia que vive y se experimenta
desde diferentes puntos de vista. Desde el tuyo y desde el mío. Somos esa
Conciencia manifestándose y cuando la reconozco en ti, te acepto, te quiero y
te admiro. Percibir esa Conciencia en mi realidad es lo que me hace feliz. Me
regala plenitud. Me ilumina. Ese fue nuestro gran aprendizaje. Y no solo valió
la pena, sino que fue un hermoso regalo de amor que ahora quiero compartir
contigo.
A ti, que lees estas palabras, te quiero contar que están escritas
sobre una hoja en blanco de puro amor. Acéptalo y disfrútalo. Te lo mereces por
estar vivo.
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