Desde que nacemos, anhelamos encontrar y mantener la
felicidad. Lamentablemente la buscamos en el lugar equivocado. A veces, pareciera que la
encontramos, cuando conseguimos nuestros deseos y por lo tanto, la relacionamos con
objetos, relaciones o actividades. Pero muy pronto nos percatamos de que esta
es una ilusión. La correlación entre felicidad y nuestros deseos es efímera. Es una sensación pasajera. Ni
el dinero, ni el amor, ni tampoco nuestras actividades, son capaces de darnos
ese estado que tanto buscamos. Es cierto que pueden brindarnos el sabor de la
felicidad (y de allí el espejismo), pero su efecto no es duradero. La
acumulación de objetos, el poder del dinero, la conquista y el disfrute del
placer, por ejemplo, son metas de vida de muchas personas.
Poco a poco, nos vamos desencantando con la promesa
de alcanzar la felicidad al conseguir cosas externas. Nuestras experiencias nos
demuestran una y otra vez, que la felicidad no se consigue satisfaciendo
nuestros deseos. La felicidad no habita en nuestro exterior.
Y entonces, podemos insistir, exacerbando nuestra búsqueda y
acumulando obsesivamente un objetivo tras otro, en una agotadora maratón por
sentirnos bien, como hacen muchos en la sociedad materialista en que vivimos en
Occidente. Pero esta búsqueda frenética no termina nunca. El deseo no se aplaca
con el logro. Al contrario, nos regala algo de bienestar, pero al
acostumbrarnos a tenerlo, el deseo siempre
aumenta y el premio al final del arcoíris sigue alejándose. Nuestra codicia
parece ser inagotable.
O, usando otra estrategia, podemos iniciar una
búsqueda espiritual, y buscar la felicidad en nuestro interior. Por ejemplo, en
el estado mental que las religiones orientales llaman iluminación. Pero la
felicidad tampoco habita en nuestro interior. No somos capaces de alcanzar un
estado mental permanente de felicidad. La búsqueda solo cambia de lugar. Desde
afuera a adentro. Sin embargo, sigue siendo una persecución inútil.
Debemos comprender que la felicidad no habita en lo
material, ni en lo mental. El único lugar en donde encontraremos ese estado de
pleno bienestar que llamamos felicidad, es en nuestra verdadera identidad.
Allí, donde habita nuestra conciencia, esa esencia fundamental que me permite
darme cuenta que existo, allí encontraremos aquello que buscamos.
Nuestra búsqueda entonces debiera orientarse a
encontrar nuestra verdadera identidad. ¿Quién soy yo?, la pregunta fundamental,
que pretende una respuesta más allá del
cuerpo o de la mente. Porque somos más que huesos, músculos y tejidos… y
más que deseos, sueños y pensamientos.
Somos aquello que permanece de nosotros en el tiempo.
Somos conciencia, ese ente que está presente en nuestras vidas y experimenta lo
que nos ocurre. Descubrirla y encontrarnos
en ella en cada momento, es lo que garantiza el fin de la búsqueda y el ansiado
encuentro con la felicidad.
Por eso, en el frontis del templo de Apolo en Delphi,
estaba escrita esa frase que es la base de la filosofía occidental: “Conócete a
ti mismo”. Es una pista que nos legaron nuestros sabios ancestrales para alcanzar
la felicidad. Porque el autoconocimiento es el verdadero mapa para encontrar la
felicidad.
Si quieres ser feliz, ¡sé tu mismo!
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