El
viernes recién pasado almorcé con una amiga científica. Nuestra conversación
giraba en torno a la felicidad. Yo me quejaba de que habiendo tanto progreso
económico, tanto avance tecnológico y tanto conocimiento científico, la
felicidad promedio del ser humano no parecía aumentar, sino todo lo contrario.
Era una paradoja, que el progreso material que vivíamos no aumentara la
felicidad.
El
problema, señaló ella, es que todo esos avances no están orientados a lograr
que las personas sean más felices. Lo que de verdad mueve al hombre no es la
felicidad, sino la búsqueda de la inmortalidad. Más que ser felices, queremos
ser eternos. La mejoría en las condiciones de vida han disminuido drásticamente
la mortalidad infantil y aumentado notablemente las expectativas de vida. La
ciencia, que es el verdadero motor del progreso, insistió, pretende extender la
vida, tanto como sea posible. Y en la mayoría de los casos, independiente de la
calidad que tenga esa vida… agregó.
Reflexionando
posteriormente sobre sus palabras, tuve que reconocer que tenía razón.
Hemos
vivido una infancia mágica. Donde todos los cuentos terminaban con una frase
típica: “y vivieron felices por siempre jamás”. Yo siempre pensé que lo
importante de esa frase era que los personajes vivirían felices, pero parece
que era mucho más importante ¡que viviesen por siempre jamás!
Las
religiones también nos ofrecen una receta para la vida eterna, algunas proponen
la reencarnación y otras nos prometen el cielo o en su defecto, el infierno.
Todas ellas, nos ofrecen finalmente la deseada inmortalidad.
Hoy
la vejez es un pecado. Queremos mantenernos jóvenes y estamos dispuestos a
cualquier cosa, con tal de disminuir los efectos del tiempo en nuestros
cuerpos. La ciencia y la tecnología nos han convertido, literalmente en
superhombres. Retrasamos la vejez con píldoras, hormonas o el bisturí. Hemos
ampliado tan significativamente la potencia de nuestros sentidos que con ayuda
de instrumentos. Podemos ver lo que ocurrió en el cosmos, millones de años
atrás. Hemos hecho visible lo que era invisible para nuestros padres. Somos
capaces de comunicarnos instantáneamente con miles de personas a través del
ciberespacio. Hemos creado una realidad virtual inimaginable y estamos
produciendo inteligencia artificial que superará nuestras capacidades
colectivas en brevísimo tiempo. Estamos jugando a ser dioses. Podemos crear
nuevas especies con manipulación genética, y muy pronto podremos revivir las
especies extintas hace miles o millones de años. Aspiramos a derrotar la
selección natural con la creatividad humana.
Es
muy probable que algunos seres humanos que ya están vivos, puedan derrotar la
vejez y la enfermedad. No morirán de viejos, sino por algún accidente o por
violencia. La gran pregunta es si estamos preparados para emplear correctamente
los super-poderes que hemos desarrollado. ¿Estamos suficientemente maduros como
especie? Si no se estremecen con esta pregunta, tal vez no dimensionen el extraordinario
poder que hemos alcanzado.
La
evolución humana ha seguido un camino no tradicional. Nos estamos transformando
en una especie diferente. Estamos viviendo una mutación profunda. Estamos
cambiando nuestra forma de pensar, estamos siendo cada vez más
interdependientes, estamos influyendo significativamente en nuestro hábitat,
estamos enfrentando una crisis de convivencia que modificará nuestra forma de
relacionarnos. La desintegración de la familia y la comunidad, el desprestigio
de la actividad política y el comportamiento poco ético de carácter
transversal, nos obligarán a desarrollar otras formas de gobierno. El cambio es
radical, inevitable e irreversible.
Hemos dejado atrás al homo sapiens, que de sapiens tuvo poco... salvo
esa gran soberbia que hay detrás del nombre con que se bautizó. Si sobrevivimos a esta transformación,
supongo que nos pondremos un nombre más humilde. Es cierto que avanzamos raudamente hacia la longevidad, pero es incierto el resultado de la aventura humana. Lo que es seguro, es que en un
par de generaciones, seremos muy diferentes.
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