Cuando hablamos de la
democracia que queremos recuperar, hacemos referencia a aquellos “buenos viejos
tiempos” que mencionan nuestro abuelos. Cuando en Chile existía una convivencia
basada en el mutuo respeto, la ética social, la justicia y la equidad, la honestidad
y la colaboración. Una convivencia consensuada por todos los chilenos, con el
Estado garante del respeto no solo de la ley sino también de su espíritu. Con
una institucionalidad autorregulada con profesionalismo e integridad, con políticos
orientados al bienestar general y con visión de largo plazo y con una sociedad
que elige representantes fieles solamente a sus electores.
¿Habrá existido
verdaderamente ese país?
Ciertamente, no
reconocemos un modo de vivir auténticamente democrático en el Chile de hoy, por
mucho que los políticos quieran convencernos de ello. Todavía vemos que sus
posturas ideológicas tienden a ser fundamentalistas, partiendo de premisas que
se consideran certezas incuestionables, lo que impide la reflexión y la toma de
consciencia. Por otra parte, creemos que el poder inhibe la empatía y que el
fuero otorga cierta impunidad, dificultando más aun, el comportamiento ético y
respetuoso. Así, los tratamientos especiales y el aprovechamiento de información
privilegiada resultan tentaciones difíciles de controlar. A mayor abundamiento,
cuando las campañas electorales son financiadas por empresarios y/o grupos de
interés, no resulta sencillo ser imparcial al legislar. En consecuencia, el
ambiente político actualmente en Chile, aun no es propicio para la reflexión
profunda ni para el comportamiento ético. Pensamos que la política necesita
reflexión sin certezas, poder sin fuero, comportamiento ético, políticos sin
privilegios, campañas austeras financiadas por el Estado, integridad a toda
prueba y más humildad en todos los estamentos. No es extraño que la actividad
política esté desprestigiada. Sólo cuando las autoridades sean respetuosas, se
ganarán el respeto de la sociedad y recién entonces podrán sentirse
representantes de una verdadera democracia.
Tampoco es extraño que la
educación también esté desacreditada. Ha fracasado en su principal misión:
enseñarnos a vivir y convivir con respeto, a actuar con responsabilidad y a
desarrollar nuestro pleno potencial para aportarlo a un proyecto de convivencia
empática. Sólo cuando los profesores luchen más por sus estudiantes que por sus
propios intereses, se avanzará hacia una educación de calidad. Y tal vez lo más
importante, sólo cuando en nuestras aulas se formen servidores públicos probos,
flexibles y reflexivos, se avanzará hacia un país de calidad.
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