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sábado, 8 de diciembre de 2012

Cuncuna, la oruga hambrienta


Hace algún tiempo, nació una oruga hambrienta de conocimiento. Cuncuna, le dicen en la región. Cuando nació, tenía tanto hambre, que devoró hasta el huevo que le dio vida. El instinto de supervivencia la conminaba a alimentarse con urgencia y desesperación. Su primer día transcurrió mecánicamente, comiendo todo lo que encontraba. No tenía consciencia aun. Vivía, pero no se daba cuenta de que vivía...
Llegó la noche y las sombras la llenaron de dudas. Cansada de alimentarse sin reflexión, se detuvo. Decidió conocerse a si misma. Tenía muchas preguntas sin respuestas. Entonces comenzó el proceso digestivo. El conocimiento que había masticado durante el día tenía un sabor demasiado familiar. Se dio cuenta que tenía puestas unas anteojeras. Todo lo que había aprendido estaba teñido por sus creencias y deseos. Esas anteojeras personales, limitaban su visión lateral. Veía lo que quería ver. Eso la incomodaba.
Al día siguiente, salió temprano a alimentarse y se dio cuenta que no estaba sola. La acompañaban sus hermanas. Y todas tenían anteojeras. Eran parecidas a las suyas, pero cada una era diferente. Todas las orugas tenían anteojeras únicas, sentenció. Eran anteojeras culturales. Todas las orugas veían lo que su propia cultura les permitía ver. Eso la hizo sentirse algo mejor pero continuó buscando más conocimiento.
Esa noche, pensó que todo el conocimiento que consumía, estaba sesgado por sus propias anteojeras y las de su cultura. Entonces decidió ir al colegio. Allí adquiriría un conocimiento sin sesgos.
Se levantó temprano y llegó despavorida al colegio, con la esperanza de poder  sacarse las anteojeras. Allí, en la Escuela “La Procesión”, para su sorpresa, le pusieron otras anteojeras: las anteojeras de la obediencia. Le enseñaron a seguir a la oruga que la antecedía. El sistema suponía que ella sabía donde estaba el conocimiento. Y su destino quedó irremediablemente sellado a la voluntad de su predecesor.
Esa noche tuvo una gran pesadilla. Soñó que era un vagón de tren, condenado a seguir el camino de los rieles sin derecho a protestar. Lo único que veía era la espalda de otro vagón y la rutina de los durmientes. Despertó angustiada y decidió dejar el colegio para ir a la universidad. Allí pensó, lograría sacarse las anteojeras.
En la universidad, aprendió cosas verdaderamente asombrosas: las orugas tienen 6 pares de ojos: En el primer par de ojos, usan anteojeras personales, en el segundo par de ojos, usan anteojeras culturales, en el tercer par, la mayoría de las orugas usan las anteojeras de la obediencia y, una vez puestas, ninguna de estas anteojeras pueden sacarse. Pero en los otros 3 pares de ojos, las orugas no usan anteojeras. Lamentablemente, en esos ojos, las orugas son cortas de vista.
Por eso, en el cuarto par de ojos, la universidad le puso unos lentes que la hicieron ver con el método científico: ¡los anteojos de la objetividad! Finalmente la dichosa oruga podía ver lo que antes no veía. Su mundo se amplió y sintió que hasta entonces, había vivido dormida. Ese día se hartó de conocimientos y fue feliz.
Aquí termina el cuento para algunos... pero no para nuestra voraz Cuncuna. Esa noche la oruga soñó que sus lentes estaban gastados y teñidos de un extraño color mate, que se acentuaba con el tiempo. Despertó convencida de que la verdadera objetividad era una ilusión y que los lentes estaban irremediablemente teñidos por las sombras de sus anteojeras. ¡Necesitaba mantener limpios sus lentes universitarios!
La madurez de 5 días, le dieron a la oruga hambrienta, la idea de ir al oculista y ponerse los mejores lentes disponibles para su quinto par de ojos.
“Pocos tienen hambre suficiente para ponerse estos lentes”, le confidenció el oftalmólogo y le trajo los lentes más modernos de la óptica: ¡los anteojos de las conexiones! “Ahora usted podrá ver como las cosas están relacionadas y las consecuencias de sus actos”, dijo el médico y finalizó con una frase que la conmovió: "usted se convertirá en una oruga integral"
Al ponerse esos lentes, la oruga se estremeció. Todo estaba conectado. Y el universo era mucho más complejo de lo que jamás había imaginado. ¡Ahora comprendía!
Sintió vergüenza. Había pecado de soberbia. Y entonces, decidió ser más humilde, más consciente y más considerada. Y reservó su último par de ojos para los anteojos de la sabiduría, aquellos que solo se construyen con la experiencia adquirida viviendo una vida plena y con sentido.

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