Desde
el punto de vista sistémico, la educación es un subsistema dentro de la
sociedad. Un subsistema que tiene la responsabilidad de preparar a la siguiente
generación para conducir el rumbo de nuestra sociedad. En este sentido, sociedad
y educación, están íntimamente relacionados y sus destinos inextricablemente
unidos.
Uno
de los principios del análisis sistémico es que la “salud” del sistema mayor
afecta a la “salud” de sus subsistemas y viceversa. Una sociedad sana requiere
una educación sana y viceversa.
No
es extraño entonces que ambas, sociedad y educación, estén en crisis. Las
manifestaciones estudiantiles, son síntomas de una sociedad enferma. Protestan
porque ellos son capaces de ver el problema. Quisimos preparar a los jóvenes
para un futuro promisorio y estamos fracasando miserablemente. Por una parte,
el futuro no parece auspicioso: no hemos tomado en cuenta las consecuencias de
nuestras acciones y las generaciones futuras deberán pagar el precio. Por la
otra, no los estamos preparando para vivir en el futuro: nuestro sistema
educacional ha pretendido dotar a la siguiente generación de competencias y
conocimientos para una vida exitosa pero las necesidades del futuro están
ausentes en el modelo educativo actual.
Es
un sistema educacional, desconectado del futuro, diseñado bajo los paradigmas
dominantes de la era industrial. Y por lo tanto, entrega a nuestros jóvenes una
educación miope y autocopiativa, que transmite conocimientos obsoletos; y que a
la luz de los cambios que está experimentando el mundo, es tan rígida que
restringe su propia evolución.
Estamos
usando un modelo fosilizado y fragmentado, rígido y obsoleto, que no asume su
responsabilidad por el futuro de nuestra especie ni el de nuestro ecosistema.
Es una “verdad demasiado incómoda” que el sistema educacional no se considera
responsable de los problemas que enfrentará la sociedad ni de preparar a
nuestros herederos para superarlos. ¿Quien puede reclamar con más derecho que
nuestra juventud?
La
educación tiene puestos los viejos anteojos:
Las
pruebas estandarizadas por ejemplo, suponen que cada problema tiene una
solución correcta. Y que todos los estudiantes son iguales. Las disciplinas
están desconectadas y el currículo supone que una buena preparación para el
futuro se logra con la sumatoria de aprendizajes confinados en compartimentos
disciplinarios. Peor aun, la educación está aislada del mundo real. Las
competencias académicas no sirven en el mundo real. Hay un abismo entre teoría
y práctica. La ilusión de objetividad y la excesiva racionalidad permean todo
el sistema. La obtención del título finaliza el proceso. La verdadera
capacitación es una rareza y la actualización no es habilitante. La
acreditación analiza procesos, examinados por pares que usan los mismos
antiguos anteojos. ¿Cómo podría alimentarse de innovación con este sistema?
Los
profesores, en su fuero interno, lo saben. Pero ellos, profesionales en su
mayoría dedicados a la educación por vocación, están demasiado desilusionados
para enfrentarse al sistema. Fueron preparados para dominar su disciplina
(compartimentalizados), miran con frustración desde su aula (caja), como el
mundo estable que conocían se derrumba y una nube de incertidumbre
(obsolescencia) y de cambio acelerado (tecnología) invade el ambiente del
entorno académico. Tienen miedo y con razón. Si se rebelan, se quedan sin
trabajo. Si se conforman, estarán traicionando su sueño de mejorar el mundo a
través de la juventud. Son, a todas luces, las principales víctimas del
sistema.
En
la era de la globalización, una educación usando anteojos viejos no es
sustentable.
La
educación se puede convertir en la “manzana podrida” que contamine la sociedad o
en la “vacuna” que asegure la salud de la humanidad. De nosotros depende. Necesitamos
actuar con la mayor urgencia. Por el momento, nuestras escuelas están
amenazando nuestro progreso como especie. El experimento humano está estancado.
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