Conocí a Vinka Jackson recién el
martes, en una de muchas conversaciones que hemos sostenido acerca de calidad
en educación. Sabía algo de su historia y activismo, pero nada me preparó el
efecto que sus palabras produjeron en mí. En ellas no había una gota de rabia
ni rencor. Solo una propuesta generosa.
La letra era serena, certera y
convincente, pero la música no calzaba. Mi cuerpo se estremecía con la melodía
arrebatadora y el ritmo apremiante de su discurso.
Pedí aire, para procesar la
información…
Comprendió lo que me ocurría y bajó su intensidad. Y luego me regaló una serie de libros. Acabo de terminar de leer uno de ellos: Agua fresca en los espejos; donde relata su vida.
Recién ahora
creo comprender mi reacción...
Nada de lo que digo a continuación
fue siquiera insinuado por ella. Soy enteramente responsable de la
interpretación que doy a esa conversación: Vivimos en un país hipócrita, que
cubre su basura debajo de una larga alfombra.
Un país enmascarado, que desconoce
el lado oscuro del ser humano y finge sin asco, ser inmaculado. En todas las
familias hay secretos inconfesables que jamás nos atreveremos a denunciar. En
Chile, la ropa sucia se lava en casa.
Nuestra política huele mal y a nadie
parece importarle. Desde el financiamiento de nuestros “honorables”, pasando
por muchos episodios que por ser bien chileno prefiero omitir, hasta la
miniaturización de la agenda de probidad propuesta por Engel. ¿Qué se habrá
creído? Nadie debe ventilar nuestros “trapitos” o quitarnos nuestros bien
ganados privilegios. Es mejor aparentar que nada ha ocurrido.
La misma estrategia es usada por la
iglesia. La pestilencia del encubrimiento constante que ha protegido a los
abusadores no es percibido por la jerarquía eclesiástica. Mejor desacreditemos
a los denunciantes y recemos más.
Y nuestros empresarios, desde el
caso Chispas hasta el cartel Tissue, hay tantas colusiones y arreglines que
llega a dar vergüenza. Pero mejor sigamos confiando en la iniciativa privada,
no vaya a ser que dejemos de progresar.
Incluso en el camarín de nuestra
selección de futbol, que prefiere aceptar a un Vidal en la cancha para ganar la
copa América, antes de castigar el Rey. Mejor es que los moralistas miren a otro
lado. ¡Aquí debemos ganar!
¿Y en educación? Igual no más.
Cuando un ministro se atrevió a cerrar una universidad que estaba oliendo a
pescadería, sencillamente lo destituimos. ¿Qué vamos a hacer con los
estudiantes, si cerramos a las malas universidades? Mejor las convertimos en gratuitas, así nadie tendrá que rendir cuentas.
En todas partes, inevitablemente
aparece la sombra oscura del ser humano. Lamentablemente en nuestro país
preferimos vivir junto a ella, que enfrentarla. Es demasiado doloroso. Por eso
aceptamos el doble estándar y somos harto hipócritas, como si la corrupción
fuese un problema que afecta únicamente al resto de Latinoamérica.
Hasta aquí, la interpretación que di
a la conversación con Vinka.
Su propuesta, fue mucho más madura,
más profunda, sabia y generosa. Me propuso incluir la ética del cuidado en la
formación inicial docente.
Estuve de acuerdo. La educación sin
cuidado, no es educación. Debe partir por proteger al infante (el sin voz, según me comentó ella) y
darle palabras, y cuidar al alumno (el sin luz, según le indiqué yo) para iluminar su camino.
Desde el comienzo, la educación debe incentivar el autocuidado,
cultivar la salud y el bienestar para proteger la vida. Cuidar al cuerpo, a la persona, cuidar a la
familia, cuidar a la escuela, cuidar a la comunidad, cuidar la vida y la
naturaleza y por supuesto, cuidar a nuestro hábitat y nuestras instituciones.
Todas juntas. Somos frágiles y dependemos del cuidado para sobrevivir. Estamos
viviendo una época de gran fragilidad. Sin cuidarnos, pereceremos.
Y para cuidarnos tenemos que
querernos. Ese es el gran consejo de Vinka. No hay cuidado sin amor.
Y yo agregaría, no habría Humanidad sin cuidado...
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