Estamos viviendo un profundo cambio
cultural. Una toma de consciencia colectiva que nos está obligando a
responsabilizarnos por la realidad que vivimos. Estamos dándonos cuenta que no
podemos seguir culpando a los demás. Hemos sido cómplices activos. Hemos
tolerado privilegios y corrupción. Hemos preferido mirar hacia otro lado en
lugar de denunciar al abusador.
Digo esto con una sensación de
nauseas. Porque siempre lo supimos. Estaba a la vista en todas partes. En la
política, en las empresas, en la justicia, en la educación, en las iglesias y
en el deporte. Unos pocos aprovechadores con mucho poder, infectaron las
instituciones con el virus de la ambición desmedida y la corrupción.
Pero en un mundo profundamente
interconectado y acelerado, ya no se pueden guardar secretos. Ni esconder la
ropa sucia. Más temprano que tarde, aquellos que abusan de su poder serán
denunciados y condenados.
Yo soy culpable. Lo confieso. Tu
también. Aunque creamos que fuimos engañados o ingenuos, el mal olor se sentía
en todas partes pero nos acostumbramos a él.
Los atropellos a los derechos
humanos, el financiamiento de la política, las colusiones, la delincuencia, el
lucro, la pedofilia y el encubrimiento institucional, el doping y las coimas,
son algunos síntomas de nuestra cobarde indolencia. No queríamos ver.
¡No más! Nuestros jóvenes,
levantaron la voz. Se rebelaron. Y como por arte de magia, aparecieron
fantasmas por doquier. Y seguirán brotando desde otros territorios ya irremediablemente
infectados.
El ser humano no juega limpio. ¡Si hasta
la Caperucita se comió al lobo! Somos
una especie que tiene una sombra tenebrosa. El lado oscuro del ser humano es
poderoso y peligroso. Nuestra naturaleza dual no nos debe engañar. Hay que
domesticar al animal más peligroso del planeta. Ese es el enorme desafío que
enfrenta la educación.