Los jóvenes tienen razón. La educación
necesita cambios estructurales. Las autoridades no han comprendido cual es el
problema. Los profesores tampoco. Lo que ocurre es que hablan otro idioma.
Estos jóvenes son diferentes: mucho más
independientes , individualistas e idealistas que sus padres y maestros. Impacientes,
soñadores, participativos y capaces de desarrollar múltiples tareas
simultáneamente. Su actitud desafiante responde al acceso que tienen al
conocimiento. Cuestionan todo, porque saben más que nosotros. Confían por lo
tanto, más en su propio juicio por inmaduro que sea. Habitan en ambientes
planos, sin jerarquías ni autoridades. No leen mucho, ni saben escribir. La
globalización los ha igualado, conectado y comunicado. Están muy conscientes de
sus derechos. No le temen al riesgo y tienen mucha flexibilidad para adaptarse
al cambio. Han desarrollado el hemisferio derecho del cerebro (la creatividad)
por los estímulos que reciben permanentemente en la era de la información.
Estímulos que antes no existían. Los llaman “creativos culturales”. Son tan
optimistas que juran que pueden cambiar el mundo, materia tan relevante que la
consideran su principal deber. Aunque se sienten solos, es más por los
paradigmas del mundo en que habitan, que porque sean pocos. Son mucho más
numerosos de lo que pensamos y están a punto de alcanzar la masa crítica para
generar una transformación cultural sin precedentes.
Buscan crear una “nueva cultura” ya que
han perdido confianza en las instituciones. Tienen sensibilidad ambiental y
desean trabajos con sentido. Están comprometidos con el bienestar general y son
tolerantes a la diversidad. No son comprendidos por las generaciones
anteriores, porque tienen una nueva “cosmovisión”.
Pretender que el modelo industrial con que
se diseñó la educación en el siglo XIX, basado en la división del trabajo y la
cadena de producción, prepare a estos jóvenes del siglo XXI, es un profundo error. Aquel modelo educativo,
rígido, jerarquizado, estandarizado, que prepara empleados para desempeñar un
trabajo de por vida, sencillamente no es compatible con la juventud del siglo
XXI. La educación no está diseñada para las características de nuestra juventud
actual. Necesitamos transformar el modelo desde sus cimientos. No basta con una
reingeniería, ni una reforma. Hay que demoler todo y partir con la tela en
blanco. Se requiere una verdadera metamorfosis.
El nuevo modelo educacional debe
incentivar la innovación, la creatividad y la autonomía. Debe aprovechar la
arquitectura neuronal de esta generación para incentivar a los estudiantes a
cumplir sus sueños, a correr riesgos, a buscar oportunidades y lograr
independencia. Debe desarrollar el pleno potencial de cada joven. La nueva
educación debe aprovechar la ciencia y tecnología para conectar disciplinas y
encontrar nuevas soluciones para viejos problemas. Debe ser plana, flexible y
culturalmente creativa.
En el siglo XXI, la educación tiene que
ser un proceso integral, interesante, ágil, participativo y permanente. Tiene
que tener un propósito que supere el interés personal. Y por sobre todo, debe
adecuarse a esta nueva mirada juvenil.
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