Ayer, una querida amiga me hizo una pregunta que no
quise contestar sin tener la oportunidad de reflexionar sobre la respuesta.
Decidí responderla en serio y compartirla con ustedes en este blog.
Ella preguntó, “Si el niño que fuiste se topara con
la persona que eres ahora, ¿Qué pensaría de ti?
Mmmmm…
En primer lugar no estoy seguro de que me hubiese
reconocido. El tiempo y las circunstancias nos transforman física y psicológicamente
de modo asombroso aunque difícilmente azaroso. Probablemente habría encontrado
en mi, un aire familiar, pero seguramente me hubiese visto y juzgado tal como
vemos y juzgamos a cualquier otra persona. Con cierta severidad y un dejo de
superioridad. Hoy reconozco que en cada otro hay mucho de mí. O más bien, creo
que no existe el otro sino que sólo existe un nosotros. Pero de niño no pensaba
así. Era inocente e ingenuo pero bastante maduro para mi corta edad.
El recuerdo más lejano que encuentro en mi memoria es
la toma de conciencia del paso del tiempo. Fue como a los 3 años, en época de
primavera en el campo. Una flor recién abierta indicaba el comienzo de un nuevo
ciclo temporal. Era igual a otra que vivió durante la primavera pasada. Ese
eureka ancestral, me hizo comprender que el tiempo no era lineal. Constatar el
transcurso inexorable del tiempo y su carácter cíclico, dejo una huella
imborrable en mi memoria.
Ese niño habría reconocido que yo soy una persona que
ha vivido muchas primaveras y muchos otoños. Y que eso me hacía fuerte y sabio.
También habría mirado mis ojos (el espejo del alma) y descubierto la bondad
esencial que nos caracteriza. Hoy pienso que habría visto a Dios en mi. Pero
entonces, solo habría visto a un viejo bondadoso con bastante recorrido. Se
sentiría cómodo y confiado.
Esa inocencia a la que aludí, probablemente hubiese
obviado mi sombra. No habría visto mis contradicciones ni mi tendencia a
tropezarme con la misma piedra. Tampoco mis defectos más evidentes porque
intento, con algún grado de éxito, disimularlos.
En caso de que me hubiese reconocido, que hubiese
visto su propio futuro, entonces creo que habría estado orgulloso de mis logros
y hubiese sido compasivo con mis errores. Posiblemente un poco desilusionado con el camino que recorrí,
ya que sus sueños eran convertirse en un gran futbolista, un famoso artista o
un músico popular. Pero no tuve ni el talento requerido ni la pasión necesaria
para hacerlos realidad. Y hablando de pasión, habría aplaudido el entusiasmo, el
compromiso y la creatividad con que viví cada capítulo de mi historia.
Seguramente también hubiese reconocido aquellas cicatrices dejadas por las
grandes penas y el sinfín de desilusiones que entonces no podía prever y que
delataban una sensibilidad extrema de la que siempre fue consciente. A pesar de
todo, creo que el balance final habría sido positivo.
En resumen, habría comprendido que ese personaje que
tenía ante él, era producto de sus propias interpretaciones y que la vida no
era ni remotamente parecida al juego de personajes ficticios que acostumbraba a
jugar. Aquel juego que le permitía aprender del intento del amigo imaginario y luego
corregir sus errores. En la vida real no hay 3 o 4 oportunidades para tomar
decisiones. Para bien o para mal es una aventura de prueba y error. Tampoco es
una prueba con alternativas. Era más bien un ensayo que se escribe con tinta
indeleble y donde todos los errores quedan plasmados per sécula seculorum en el
manuscrito con que nos presentamos al exámen final. Hubiese sido amoroso, magnánimo,
honesto y exigente y con algo de pena probablemente habría dicho algo como:
¡Bien hecho!... pero ten presente que pudiste haber
sido una mejor versión de mi.
A veces es bueno mirarse con ojos de niño, ojos
inocentes y cariñosos, pero llenos de delicados sueños y grandiosas esperanzas con
altas probabilidades de fracasar. Es un ejercicio que les recomiendo.
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