faro de Långe-Jan de Öland |
¡No podemos darnos el lujo de viajar sin rumbo!
Allí sostuvimos que estamos evaluando la educación con criterios estrechos y proponemos que se consideren al menos 5 dimensiones para juzgar la calidad. Aquí, sin embargo, podemos ser políticamente incorrectos. Sospechamos que el abuso en la simplificación no es inocente. Que detrás de ese reduccionismo existe la pretensión de ocultar el verdadero estado de la salud educacional. La educación tradicional y en especial, la educación pública está agonizando. Y, aunque la sintomatología es clara, nadie quiere ser el mensajero de esta triste noticia.
Omitir el cuidado, por ejemplo, puede parecer imperdonable; pero incluirlo implicaría evaluar la higiene de los establecimientos, la alimentación, la infraestructura, la salud física y psicológica, la conciencia ambiental y la seguridad de los estudiantes. Todos aspectos donde la educación pública es especialmente deficitaria.
Obviar la convivencia también pareciera inexcusable. Pero allí en donde la vulnerabilidad es alta, parece injusto tasar habilidades socio-emocionales, las relaciones y los valores predominantes. Y tal vez por eso, sencillamente los pasamos por alto, especialmente en donde más se necesita.
Excluir el desarrollo de los talentos es, al menos, inexplicable. Pero cuando el currículo no se logra cubrir, tampoco queda espacio para actividades extracurriculares y menos, tiempo para cultivar aquellas aptitudes diferentes. Y entonces, medirlo en la educación pública sería inoficioso.
Excluir el bienestar en la evaluación de la calidad educacional resultaría alienante si de verdad nos importara tener estudiantes felices. Pero ese jamás ha sido el verdadero propósito de la educación pública. Sería pedirle demasiado. ¿O no?
Nos contentamos entonces con mediciones de aprendizaje cognitivo mediante pruebas estandarizadas, que demuestran una gran brecha entre educación publica y privada. Brecha que duele, pero que escondemos con una serie correcciones para emparejar a todos y así, aliviar la vergüenza.
La Prueba de Selección Universitaria PSU, sin embargo, demuestra lo indesmentible: la educación pública, salvo honrosas excepciones, es una condena de por vida. Usar este criterio para acceder a la educación superior es kafkiano. El ranking pretende corregir esta injusticia, pero los estudiantes arrastran un deficit cultural irremontable.
Nos parece que muchos, demasiados... de verdad quieren evadir el diagnóstico. En realidad, nadie quiere medir la calidad. Si ahora nos avergüenza la desigualdad de oportunidades que tienen nuestros jóvenes, imagínense la amargura que nos consumiría al constatar el verdadero desnivel de la cancha educacional.
Para no ver el problema, no lo miramos. Como si no verlo, lo minimizara. Pero lo agrava. Debemos atrevernos a mirar a la educación en todas sus dimensiones y reconocer donde hay que operar para eliminar el cáncer que afecta a la educación pública. Debemos distinguir las brechas, tender puentes y construir faros que nos ayuden a enmendar el rumbo. Hay que tener claro qué queremos cuando exigimos calidad. Y para eso, hay que entrar en el debate de fondo: la calidad.
Omitir el cuidado, por ejemplo, puede parecer imperdonable; pero incluirlo implicaría evaluar la higiene de los establecimientos, la alimentación, la infraestructura, la salud física y psicológica, la conciencia ambiental y la seguridad de los estudiantes. Todos aspectos donde la educación pública es especialmente deficitaria.
Obviar la convivencia también pareciera inexcusable. Pero allí en donde la vulnerabilidad es alta, parece injusto tasar habilidades socio-emocionales, las relaciones y los valores predominantes. Y tal vez por eso, sencillamente los pasamos por alto, especialmente en donde más se necesita.
Excluir el desarrollo de los talentos es, al menos, inexplicable. Pero cuando el currículo no se logra cubrir, tampoco queda espacio para actividades extracurriculares y menos, tiempo para cultivar aquellas aptitudes diferentes. Y entonces, medirlo en la educación pública sería inoficioso.
Excluir el bienestar en la evaluación de la calidad educacional resultaría alienante si de verdad nos importara tener estudiantes felices. Pero ese jamás ha sido el verdadero propósito de la educación pública. Sería pedirle demasiado. ¿O no?
Nos contentamos entonces con mediciones de aprendizaje cognitivo mediante pruebas estandarizadas, que demuestran una gran brecha entre educación publica y privada. Brecha que duele, pero que escondemos con una serie correcciones para emparejar a todos y así, aliviar la vergüenza.
La Prueba de Selección Universitaria PSU, sin embargo, demuestra lo indesmentible: la educación pública, salvo honrosas excepciones, es una condena de por vida. Usar este criterio para acceder a la educación superior es kafkiano. El ranking pretende corregir esta injusticia, pero los estudiantes arrastran un deficit cultural irremontable.
Nos parece que muchos, demasiados... de verdad quieren evadir el diagnóstico. En realidad, nadie quiere medir la calidad. Si ahora nos avergüenza la desigualdad de oportunidades que tienen nuestros jóvenes, imagínense la amargura que nos consumiría al constatar el verdadero desnivel de la cancha educacional.
Para no ver el problema, no lo miramos. Como si no verlo, lo minimizara. Pero lo agrava. Debemos atrevernos a mirar a la educación en todas sus dimensiones y reconocer donde hay que operar para eliminar el cáncer que afecta a la educación pública. Debemos distinguir las brechas, tender puentes y construir faros que nos ayuden a enmendar el rumbo. Hay que tener claro qué queremos cuando exigimos calidad. Y para eso, hay que entrar en el debate de fondo: la calidad.