Primera lección: Somos enteramente responsables de lo que sucede en nuestras vidas.
Juzgar o criticar a los demás es injusto, porque no conocemos la historia completa que hay detrás de el comportamiento de un tercero. Y es soberbio porque nos pone en una postura de superioridad, cuando en las mismas circunstancias nosotros habríamos actuado del mismo modo. Pero sobre todo, es ingenuo, porque nos libera de la responsabilidad que pudiéramos tener. Cuando apuntamos con el dedo a alguien, hay que tener consciencia que al menos tres de nuestros dedos apuntan a nosotros mismos. Aceptemos lo que sucede, con confianza de que hay una buena razón para ello.
Por eso sostenemos que resistirse a las cosas que suceden, no es una buena estrategia. Nunca estaremos seguros si lo que ocurrió tiene, a la larga, consecuencias negativas pero podemos estar seguros de que es mejor para nuestro bienestar aceptar los hechos con algún grado de optimismo. La vida feliz es como una travesía en yate. Hay que navegarla, aprovechar los vientos y fluir. La vida dura es como una expedición por la selva, abriéndose paso a puro machete y soportando las inclemencias del tiempo con estoicismo.
No queremos sugerir que en nuestra vida no ocurran situaciones difíciles. Al contrario. La vida siempre nos entrega pistas para indicarnos el rumbo adecuado. Si decidimos hacernos responsables de nuestros actos en lugar de culpar a las circunstancias, corregiremos el curso a tiempo. En cambio, si no cambiamos, la vida se encargará de repasar esa lección que no aprendimos y esta vez pondrá mayor énfasis en su mensaje. Y continuará así, hasta que la lección sea tan dura, que no podamos dejar de asimilarla. El costo de nuestra inflexibilidad es muy alto. Más vale aprender a la primera.
Encontrarás un video interesante aquí.
Otro video de difusión científica para: Aprender a fluir
Bibliografía científica para los mateos: "La trama de la vida" de Ervin Laszlo y "Fluir" de Mihaly Csikszentmihalyi (ambos libros se pueden descargar desde la red).
Nada de lo que ocurre es responsabilidad de terceros. No es necesario andar por la vida culpando a los demás. No tiene sentido quejarse por las circunstancias, ni criticar a nadie. Tampoco es necesario resistirse a lo que sucede. Si algo sucede es porque todo, literalmente todo el universo conspiró para que eso ocurriese. Y en particular, lo que nos sucede a nosotros, es producido por nosotros. Para algunos esto puede ser duro, pero no somos conscientes de lo que provocamos. No comprendemos la inextricable interconexión que hay entre nuestros pensamientos, nuestras acciones y sus efectos. Somos criaturas ignorantes que aprendemos del ensayo y error. Pero el error se nos aparece "ex-post". Cuando las consecuencias de nuestro acto no concuerdan con las expectativas que teníamos "a priori".
Y si queremos ser felices, tenemos que hacernos responsables de nuestra felicidad. La buena noticia es que podemos ser felices, independiente de la realidad que vivimos. La mala noticia es que si no lo somos, el único responsable soy yo mismo. Soy yo el que interpreto lo que sucede y en esa interpretación está la clave de la felicidad...
Ser feliz es una decisión. Más bien, es un hábito que se logra con decisiones que continuamente nos ayudan a vivir en el bienestar. Podemos decidir ser felices y aceptar lo que sucede sin oponer resistencia. O podemos resistirnos y despotricar contra todos y todo, envenenándonos con emociones destructivas y viviendo una vida miserable. ¿Porqué escogemos esta última opción?, es una gran incongruencia muy propia del ser humano. Según Humberto Maturana, "podemos escoger qué vivir queremos vivir"
En este sentido, es razonable lo que propone la oración de la serenidad: "Concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar aquellas que puedo y sabiduría para reconocer la diferencia".
En este sentido, es razonable lo que propone la oración de la serenidad: "Concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar aquellas que puedo y sabiduría para reconocer la diferencia".
Si queremos ser felices, debemos comenzar por cambiar nosotros mismos (esto lo podemos hacer), en lugar de intentar cambiar a los demás (algo que no depende de nosotros). Recuerda siempre que es más fácil calzarse unas zapatillas, que alfombrar el mundo. Y recuerda también que lo que debemos cambiar son nuestras interpretaciones.
A medida que avance este curso, aprenderemos a cambiar nuestras interpretaciones para mantener nuestro bienestar. Aprenderemos a interpretar para ser felices. Por el momento, quisiera sugerirles que lean Papá Olvida, un texto escrito por un padre que estaba acostumbrado a quejarse y que buscaba defectos por todas partes...
A medida que avance este curso, aprenderemos a cambiar nuestras interpretaciones para mantener nuestro bienestar. Aprenderemos a interpretar para ser felices. Por el momento, quisiera sugerirles que lean Papá Olvida, un texto escrito por un padre que estaba acostumbrado a quejarse y que buscaba defectos por todas partes...
Papá Olvida:
Escucha, hijo: voy a decirte esto mientras duermes, una manecita metida bajo la mejilla y los rubios rizos pegados a tu frente humedecida.
He entrado solo a tu cuarto. Hace unos minutos, mientras leía mi diario en la biblioteca, sentí una ola de remordimiento que me ahogaba. Culpable, vine junto a tu cama.
Esto es lo que pensaba, hijo: me enojé contigo.
Te regañé porque no te limpiaste los zapatos. Te grité porque dejaste caer algo al suelo.
Durante el desayuno te regañé también. Volcaste las cosas. Tragaste la comida sin cuidado.
Pusiste los codos sobre la mesa. Untaste demasiado el pan con la mantequilla. Y cuando te ibas a jugar y yo salía a tomar el tren, te volviste y me saludaste con la mano y dijiste: “¡Adiós, papito!” y yo fruncí el entrecejo y te respondí: “¡Ten erguidos los hombros!”
Al caer la tarde todo empezó de nuevo. Al acercarme a casa te vi, de rodillas, jugando en la calle. Tenías agujeros en las medias. Te humillé ante tus amiguitos al hacerte marchar a casa delante de mí.
Las medias son caras, y si tuvieras que comprarlas tú, serías más cuidadoso. Pensar, hijo, que un padre diga eso.
¿Recuerdas, más tarde, cuando yo leía en la biblioteca y entraste tímidamente, con una mirada de perseguido? Cuando levanté la vista del diario, impaciente por la interrupción, vacilaste en la puerta.
“¿Qué quieres ahora?”, te dije bruscamente.
Nada respondiste, pero te lanzaste en tempestuosa carrera y me echaste los brazos al cuello y me besaste, y tus bracitos me apretaron con un cariño que Dios había hecho florecer en tu corazón y que ni aun el descuido ajeno puede agostar.
Y luego te fuiste a dormir, con breves pasitos ruidosos por la escalera.
Bien, hijo: poco después fue cuando se me cayó el diario de las manos y entró en mí un terrible temor. ¿Qué estaba haciendo de mí la costumbre?
La costumbre de encontrar defectos, de reprender; ésta era mi recompensa a ti por ser un niño. No era que yo no te amara; era que esperaba demasiado de ti. Y medía según la vara de mis años maduros.
Y hay tanto de bueno y de bello y de recto en tu carácter. Ese corazoncito tuyo es grande como el sol que nace entre las colinas.
Así lo demostraste con tu espontáneo impulso de correr a besarme esta noche. Nada más que eso importa esta noche, hijo. He llegado hasta tu camita en la oscuridad, y me he arrodillado, lleno de vergüenza.
Es una pobre explicación; sé que no comprenderías estas cosas si te las dijera cuando estás despierto.
Pero mañana seré un verdadero papito. Seré tu compañero, y sufriré cuando sufras, y reiré cuando rías. Me morderé la lengua cuando esté por pronunciar palabras impacientes. No haré más que decirme, como si fuera un ritual: “No es más que un niño, un niño pequeñito”.
Temo haberte imaginado hombre.
Pero al verte ahora, hijo, acurrucado, fatigado en tu camita, veo que eres un bebé todavía. Ayer estabas en los brazos de tu madre, con la cabeza en su hombro.
He pedido demasiado, demasiado…
He entrado solo a tu cuarto. Hace unos minutos, mientras leía mi diario en la biblioteca, sentí una ola de remordimiento que me ahogaba. Culpable, vine junto a tu cama.
Esto es lo que pensaba, hijo: me enojé contigo.
Te regañé porque no te limpiaste los zapatos. Te grité porque dejaste caer algo al suelo.
Durante el desayuno te regañé también. Volcaste las cosas. Tragaste la comida sin cuidado.
Pusiste los codos sobre la mesa. Untaste demasiado el pan con la mantequilla. Y cuando te ibas a jugar y yo salía a tomar el tren, te volviste y me saludaste con la mano y dijiste: “¡Adiós, papito!” y yo fruncí el entrecejo y te respondí: “¡Ten erguidos los hombros!”
Al caer la tarde todo empezó de nuevo. Al acercarme a casa te vi, de rodillas, jugando en la calle. Tenías agujeros en las medias. Te humillé ante tus amiguitos al hacerte marchar a casa delante de mí.
Las medias son caras, y si tuvieras que comprarlas tú, serías más cuidadoso. Pensar, hijo, que un padre diga eso.
¿Recuerdas, más tarde, cuando yo leía en la biblioteca y entraste tímidamente, con una mirada de perseguido? Cuando levanté la vista del diario, impaciente por la interrupción, vacilaste en la puerta.
“¿Qué quieres ahora?”, te dije bruscamente.
Nada respondiste, pero te lanzaste en tempestuosa carrera y me echaste los brazos al cuello y me besaste, y tus bracitos me apretaron con un cariño que Dios había hecho florecer en tu corazón y que ni aun el descuido ajeno puede agostar.
Y luego te fuiste a dormir, con breves pasitos ruidosos por la escalera.
Bien, hijo: poco después fue cuando se me cayó el diario de las manos y entró en mí un terrible temor. ¿Qué estaba haciendo de mí la costumbre?
La costumbre de encontrar defectos, de reprender; ésta era mi recompensa a ti por ser un niño. No era que yo no te amara; era que esperaba demasiado de ti. Y medía según la vara de mis años maduros.
Y hay tanto de bueno y de bello y de recto en tu carácter. Ese corazoncito tuyo es grande como el sol que nace entre las colinas.
Así lo demostraste con tu espontáneo impulso de correr a besarme esta noche. Nada más que eso importa esta noche, hijo. He llegado hasta tu camita en la oscuridad, y me he arrodillado, lleno de vergüenza.
Es una pobre explicación; sé que no comprenderías estas cosas si te las dijera cuando estás despierto.
Pero mañana seré un verdadero papito. Seré tu compañero, y sufriré cuando sufras, y reiré cuando rías. Me morderé la lengua cuando esté por pronunciar palabras impacientes. No haré más que decirme, como si fuera un ritual: “No es más que un niño, un niño pequeñito”.
Temo haberte imaginado hombre.
Pero al verte ahora, hijo, acurrucado, fatigado en tu camita, veo que eres un bebé todavía. Ayer estabas en los brazos de tu madre, con la cabeza en su hombro.
He pedido demasiado, demasiado…
W. Livingston Larned
Lo primero que debemos combatir es el hábito de fijarnos en los defectos, en lo negativo, en los problemas. Allí donde enfocamos nuestra atención, se origina el mundo que experimentamos. Si esa es nuestra tendencia, tenemos que cambiar de actitud. La crítica es inútil, solo crea resentimiento. Las quejas envenenan el ambiente en que vivimos.
Juzgar o criticar a los demás es injusto, porque no conocemos la historia completa que hay detrás de el comportamiento de un tercero. Y es soberbio porque nos pone en una postura de superioridad, cuando en las mismas circunstancias nosotros habríamos actuado del mismo modo. Pero sobre todo, es ingenuo, porque nos libera de la responsabilidad que pudiéramos tener. Cuando apuntamos con el dedo a alguien, hay que tener consciencia que al menos tres de nuestros dedos apuntan a nosotros mismos. Aceptemos lo que sucede, con confianza de que hay una buena razón para ello.
Anthony de Mello, un sacerdote jesuita que no creía en la suerte, contaba una historia que ilustra lo que queremos decir: ¿Buena suerte o mala suerte?, ¿quien sabe?
"Una historia china habla de un anciano labrador que tenía un viejo caballo para cultivar sus campos. Un día, el caballo escapó a las montañas. Cuando los vecinos del anciano labrador se acercaban para condolerse con él, y lamentar su desgracia, el labrador les replicó: «¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¿Quién sabe? Una semana después, el caballo volvió de las montañas trayendo consigo una manada de caballos. Entonces los vecinos felicitaron al labrador por su buena suerte. Este les respondió: «¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?». Cuando el hijo del labrador intentó domar uno de aquellos caballos salvajes, cayó y se rompió una pierna. Todo el mundo consideró esto como una desgracia. No así el labrador, quien se limitó a decir: “¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¿Quién sabe?». Una semana más tarde, el ejército entró en el poblado y fueron reclutados todos los jóvenes que se encontraban en buenas condiciones. Cuando vieron al hijo del labrador con la pierna rota le dejaron tranquilo. ¿Había sido buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?
Todo lo que a primera vista parece un contratiempo. puede ser un disfraz del bien. Y lo que parece bueno a primera vista puede ser realmente dañoso. Así, pues, será postura sabia que dejemos a Dios decidir lo que es buena suerte y mala y le agradezcamos que todas las cosas se conviertan en bien para los que le aman."
Por ejemplo, en el denso tráfico que tienen nuestras ciudades, podemos convertirnos en un energúmeno dentro de nuestro auto, tocar la bocina y vociferar, desesperarnos por la demora e insultar a los otros conductores. Podemos hasta llegar a pelear con otros conductores... E incluso en nuestra impotencia ante la congestión, podemos actuar impulsivamente y ocasionar un accidente. La verdad es que la mayoría de los accidentes de tránsito se producen por la ira de algún energúmeno, que se descontroló.
Pero hay una alternativa. En esa misma situación podríamos dejar de resistirnos ante el taco y aprovechar de disfrutar el trayecto con una música relajante o un programa de conversación estimulante, conducir con tranquilidad y llegar a nuestro destino contentos y relajados. Esa elección es nuestra. Esa situación nos hace optar entre la resistencia agresiva o la aceptación pacífica de una situación. Una nos descompone, la otra, nos calma. Y todo depende de la interpretación que le damos a la congestión: ¿Se trata de un obstáculo? ¿o de una oportunidad?
Estos ejemplos demuestran que continuamente tomamos decisiones que influyen en nuestro estado de ánimo, que inciden en nuestro bienestar y felicidad.
Somos enteramente responsables de nuestros estados de ánimo, de las emociones que sentimos y del grado de felicidad que experimentamos. Y todas estas cosas, provocan las cosas que nos suceden. Entender esto es la primera lección del camino a la felicidad.
El mundo está intrínsecamente interconectado y para comprenderlo mejor se necesita una visión sistémica. En este curso, intentaremos ampliar el entendimiento que tenemos de la vida, incorporando en nuestras lecciones los principales descubrimientos de la ciencia. Podemos demostrar que nuestras recomendaciones tienen bases científicas y para el estudiante interesado propondremos bibliografía complementaria, pero intentaremos ser pragmáticos. Lo que realmente cuenta es que experimenten con una nueva actitud. Cada uno podrá constatar en carne propia, los resultados del cambio propuesto.
Recomendación: Fluyan por la vida y decidan continuamente ser felices.
Encontrarás un video interesante aquí.
Bibliografía científica para los mateos: "La trama de la vida" de Ervin Laszlo y "Fluir" de Mihaly Csikszentmihalyi (ambos libros se pueden descargar desde la red).
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