Un
grupo de monjes budistas visitaron la facultad de educación. Eran parte del
movimiento “Escuelas Despiertas”. ¡Estaban convencidos que podían cambiar el mundo,
con profesores felices! Y para ayudarnos en nuestra tarea, nos enseñaron la
meditación de la mandarina…
Sentados
en el suelo, cada uno de nosotros tomó una mandarina y la examinó, tomando nota
de la textura, los colores, la forma y el olor…
Nuestros
sentidos estaban absortos en percibir detalles de la fruta. Reconocimos que
provenía de la tierra y del agua. De la naturaleza. Y del trabajo de
agricultores y comerciantes. Tenía su propia historia. Y esa historia estaba
marcada en esa fruta. Antes había sido una flor. Y luego una mandarina
pequeñita…Si íbamos a comerla, tendríamos que reconocer el proceso que la había
llevado a nuestras manos. La pelamos con cuidado y al sacar la cáscara, notamos
el aroma de ésta y también la delicadeza de la fruta sin su piel protectora.
Era muy diferente, más vulnerable, más jugosa y más disponible. Notamos los
cambios sutiles en nuestra boca y en nuestro cuerpo. Agradecimos la posibilidad
de nutrirnos de esa fruta.
Sacamos
un gajo, cuidadosamente y lo pusimos en nuestra boca, sin morderlo aun. Y
nuestra lengua lo movió por todas partes, hasta dejarla entre nuestros dientes
y lentamente lo aplastamos disfrutando el sabor del jugo y degustando la fruta
con calma. Mordimos el gajo 30 veces, antes de tragarlo. Así ayudábamos a la
digestión. Continuamos con otro gajo y repetimos la operación hasta que,
después de una eternidad, incorporamos la fruta a nuestro cuerpo. Así hicimos
nuestra la historia de aquella mandarina.
Les
cuento esto, porque en el contexto educacional en que estábamos me pareció que
la mandarina representaba el conocimiento que el profesor quiere regalar al
estudiante. Un conocimiento que esperamos se trague inmediatamente, como si
esto representase nuestra efectividad docente. Conocimiento express.
¡Qué
diferencia tendríamos si al estudiante le ofrecemos el conocimiento como se nos
ofreció la mandarina! Si les regalamos la historia de nuestro aprendizaje, si
les permitimos percibir los detalles y le sacamos la cubierta protectora de
esas ideas novedosas… Si les damos tiempo para procesar la información, si les
permitimos rumiarla lentamente para facilitar su digestión y dejamos que ese
nuevo conocimiento penetre en la mente con la delicadeza de quien entra a un
templo sagrado.
¡Qué
extraordinarios profesores seríamos!
¡Qué
excepcionales alumnos tendríamos!
¡Qué
asombrosos aprendizajes lograrían!
¡Qué
docentes más felices formaríamos!
¡Qué
ejército más potente para cambiar el mundo!
Por
eso, los invito a convertirse en profesores-mandarina.
Asi,
tendríamos estudiantes despiertos, aprendizajes profundos, maestros respetados
y todos aprenderíamos a vivir en el presente.
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