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viernes, 26 de julio de 2013

El capital cultural


Sospecho que la acidez que está destilando la pluma de Cristián Warnken en sus columnas de opinión, tiene directa relación con la belleza de su pensar. La vida lo ha bendecido, con una inteligencia privilegiada; o tal vez, lo ha castigado con un siniestro rigor que lo insta a mirar desde una perspectiva muchísimo más crítica. No lo sabemos. Lo que sabemos es que posee un enorme capital cultural y que la sabiduría que le permite esa gran riqueza intelectual lo ha impulsado a invitarnos a reflexionar acerca de cómo estamos viviendo.
Tiene razón. Con toda la elocuencia que permite nuestro idioma, nos advierte periódica y categóricamente, sobre los riesgos de la superficialidad. Estamos literalmente nadando en un mar de información. Y lejos de aprovechar la extraordinaria belleza que nos ofrece aquel nuevo mundo submarino de la era informática, nos quedamos nadando en la superficie, como si dependiéramos del hedonismo y de la inmediatez para vivir.
Su clamor debiera despertarnos. Como despertó él, al renunciar a vivir preocupado del rating. Como nos despertó a nosotros cuando abandonó el decanato de una Facultad de Educación, para seguir su propio camino, largo, sinuoso, solitario y profundo. Me pregunté entonces porqué se desilusionó de la educación. Y las respuestas que me he dado, no me gustan…
¿Se habrá dado cuenta que la educación está fatalmente infectada de esa superficialidad que tanto condena?
Puede ser. Es cierto que el sistema educativo se conforma con que pasemos las pruebas. Que el examen ha perdido relevancia; que la reflexión profunda no tiene cabida en la escala de notas; que medimos conocimientos efímeros, que se desvanecen de nuestra memoria antes de que salgamos de inmerecidas vacaciones. Es efectivo que el sistema educativo es puro maquillaje que esconde la fealdad de nuestro escuálido capital cultural.  Es indiscutible que las innumerable pruebas estandarizadas solo exigen un esfuerzo mediocre y que sus pésimos resultados solo comprueban algo que no nos atrevemos a confesar. Algo que preferimos esconder debajo de la alfombra, o ropa sucia que preferimos lavar dentro de nuestras instituciones.
Esos resultados, con que supuestamente medimos la calidad del sistema educativo, simplemente son reflejo del capital cultural de nuestras familias. Ese capital que hemos dilapidado viendo programas de baile juvenil y teleseries llorosas; o carreteando o chupando frente a una parrilla; o aceptando ver interminables tandas publicitarias engañosas que programan nuestros deseos y deforman nuestro criterio presentándonos  mundos mentirosos. Ese capital cultural que nuestra generación ha perdido en una vida veloz y superficial. Ese capital que hemos heredado de nuestros abuelos lectores y olvidado en bibliotecas añejas.
Aunque no queramos reconocerlo, los mediocres resultados que obtienen nuestros hijos en las pruebas estandarizadas, no demuestran la calidad del establecimiento educacional en que pasan algunas horas del día. Más bien reflejan el vocabulario aprendido en las casas, el nivel de la conversación entre padres e hijos, la importancia que en nuestros hogares damos a la lectura y al conocimiento; reflejan inequívocamente, la cultura superficial en la que vivimos.
Ningún colegio es capaz de revertir los años de infancia superficial y tampoco ninguna universidad puede compensar los años de juventud insensata. Ningún profesor puede sustituir el ejemplo de los padres.
Hemos decidido culpar a alguien y encontramos al perfecto chivo expiatorio. La educación.
Los jóvenes claman por una educación de calidad, sin querer reconocer que para recuperar el capital cultural o el tiempo perdido hay que esforzarse e invertir en lectura, estudio y reflexión.
La verdad es que están acostumbrados a protestar cuando no reciben lo que quieren. Los padres los apoyan porque íntimamente saben que ellos se han equivocado. Les han querido facilitar el camino y nos les enseñaron el valor del esfuerzo y de la responsabilidad.
Estamos viviendo una época de profunda transformación social. La educación se ha masificado y muchos estudiantes son primera generación en la educación superior. Esos estudiantes juegan en una cancha desnivelada. Es cierto. Pero si comprendieran que para luchar contra ese desnivel es mejor invertir en su propio capital cultural que protestar, emparejaríamos la cancha mucho más rápido.
También es cierto que se requieren transformaciones en el sistema educativo, pero el cambio no debe ir hacia la mayor competencia, la gratuidad o al menor esfuerzo; el cambio debe incrementar el capital cultural de esta generación, debe ir en dirección al rigor y la exigencia, a la profundidad del conocimiento, a la cooperación y al respeto hacia la vida.
Solo así recuperaremos la capacidad de reflexionar, aquello que supuestamente distingue al homo sapiens.

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