Sospecho
que la acidez que está destilando la pluma de Cristián Warnken en sus columnas
de opinión, tiene directa relación con la belleza de su pensar. La vida lo ha bendecido,
con una inteligencia privilegiada; o tal vez, lo ha castigado con un siniestro rigor
que lo insta a mirar desde una perspectiva muchísimo más crítica. No lo sabemos.
Lo que sabemos es que posee un enorme capital cultural y que la sabiduría que
le permite esa gran riqueza intelectual lo ha impulsado a invitarnos a
reflexionar acerca de cómo estamos viviendo.
Tiene
razón. Con toda la elocuencia que permite nuestro idioma, nos advierte
periódica y categóricamente, sobre los riesgos de la superficialidad. Estamos
literalmente nadando en un mar de información. Y lejos de aprovechar la
extraordinaria belleza que nos ofrece aquel nuevo mundo submarino de la era
informática, nos quedamos nadando en la superficie, como si dependiéramos del
hedonismo y de la inmediatez para vivir.
Su
clamor debiera despertarnos. Como despertó él, al renunciar a vivir preocupado
del rating. Como nos despertó a nosotros cuando abandonó el decanato de una
Facultad de Educación, para seguir su propio camino, largo, sinuoso, solitario
y profundo. Me pregunté entonces porqué se desilusionó de la educación. Y las
respuestas que me he dado, no me gustan…
¿Se
habrá dado cuenta que la educación está fatalmente infectada de esa
superficialidad que tanto condena?
Puede
ser. Es cierto que el sistema educativo se conforma con que pasemos las
pruebas. Que el examen ha perdido relevancia; que la reflexión profunda no
tiene cabida en la escala de notas; que medimos conocimientos efímeros, que se
desvanecen de nuestra memoria antes de que salgamos de inmerecidas vacaciones.
Es efectivo que el sistema educativo es puro maquillaje que esconde la fealdad
de nuestro escuálido capital cultural.
Es indiscutible que las innumerable pruebas estandarizadas solo exigen
un esfuerzo mediocre y que sus pésimos resultados solo comprueban algo que no nos
atrevemos a confesar. Algo que preferimos esconder debajo de la alfombra, o
ropa sucia que preferimos lavar dentro de nuestras instituciones.
Esos
resultados, con que supuestamente medimos la calidad del sistema educativo,
simplemente son reflejo del capital cultural de nuestras familias. Ese capital
que hemos dilapidado viendo programas de baile juvenil y teleseries llorosas; o
carreteando o chupando frente a una parrilla; o aceptando ver interminables
tandas publicitarias engañosas que programan nuestros deseos y deforman nuestro
criterio presentándonos mundos
mentirosos. Ese capital cultural que nuestra generación ha perdido en una vida
veloz y superficial. Ese capital que hemos heredado de nuestros abuelos
lectores y olvidado en bibliotecas añejas.
Aunque
no queramos reconocerlo, los mediocres resultados que obtienen nuestros hijos
en las pruebas estandarizadas, no demuestran la calidad del establecimiento
educacional en que pasan algunas horas del día. Más bien reflejan el
vocabulario aprendido en las casas, el nivel de la conversación entre padres e
hijos, la importancia que en nuestros hogares damos a la lectura y al
conocimiento; reflejan inequívocamente, la cultura superficial en la que
vivimos.
Ningún
colegio es capaz de revertir los años de infancia superficial y tampoco ninguna
universidad puede compensar los años de juventud insensata. Ningún profesor
puede sustituir el ejemplo de los padres.
Hemos
decidido culpar a alguien y encontramos al perfecto chivo expiatorio. La
educación.
Los
jóvenes claman por una educación de calidad, sin querer reconocer que para
recuperar el capital cultural o el tiempo perdido hay que esforzarse e invertir
en lectura, estudio y reflexión.
La
verdad es que están acostumbrados a protestar cuando no reciben lo que quieren.
Los padres los apoyan porque íntimamente saben que ellos se han equivocado. Les
han querido facilitar el camino y nos les enseñaron el valor del esfuerzo y de
la responsabilidad.
Estamos
viviendo una época de profunda transformación social. La educación se ha
masificado y muchos estudiantes son primera generación en la educación
superior. Esos estudiantes juegan en una cancha desnivelada. Es cierto. Pero si
comprendieran que para luchar contra ese desnivel es mejor invertir en su
propio capital cultural que protestar, emparejaríamos la cancha mucho más
rápido.
También
es cierto que se requieren transformaciones en el sistema educativo, pero el
cambio no debe ir hacia la mayor competencia, la gratuidad o al menor esfuerzo;
el cambio debe incrementar el capital cultural de esta generación, debe ir en
dirección al rigor y la exigencia, a la profundidad del conocimiento, a la
cooperación y al respeto hacia la vida.
Solo
así recuperaremos la capacidad de reflexionar, aquello que supuestamente distingue
al homo sapiens.
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