La
vida real nos demuestra que los problemas no tienen una solución óptima, sino
diversas soluciones que generan efectos inesperados fuera del perímetro
analizado. Debemos encontrar soluciones que no generen consecuencias negativas
y que sí generen sinergias positivas-que ayuden a solucionar otros problemas-.
Siempre
debemos mirar desde la perspectiva más amplia posible, enfrentar el problema
comprendiendo las relaciones con otras áreas y como se interconectan sus
componentes; analizar los efectos directos e indirectos (propiedades emergentes),
tanto en el corto plazo como en el largo plazo y convencernos de que todo está
conectado y que la realidad es parecida a una red intricada de vínculos.
Esta
forma de mirar las cosas, nos obliga a expandir los límites de nuestro análisis
y a considerar diversos puntos de vista además del interés general. También nos
ayuda a reconocer y ponderar nuestra inevitable subjetividad en relación al
tema. Además, en virtud de la complejidad del problema, nos exige recurrir a
nuestra intuición y por tanto, a equilibrar el análisis mediante el uso de los
dos hemisferios cerebrales.
Entonces
lograríamos identificar las condiciones que generaron el problema, las complejas
consecuencias del cambio y las múltiples repercusiones de la transición. Nos
acostumbraríamos a tejer nuestra mirada como una telaraña. Y nos empujaría a
reconocer que el futuro es impredecible, que el cambio es inevitable, que
necesitamos flexibilidad y sin embargo que debemos participar proactiva y
responsablemente en el desarrollo de los acontecimientos que afectan nuestro
entorno.
El
ser humano tiene una responsabilidad en el destino del planeta que no ha
querido asumir. Es probable que este cambio de mirada lo incite a tomar el
timón y a dirigir la aventura humana hacia el bienestar general y el
emprendimiento sustentable.
Los
desafíos que nos apremian, claman por un catalizador que desarrolle una cultura
con mirada sistémica a la brevedad. Este es el rol fundamental que debe asumir
la educación en el siglo 21.