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miércoles, 22 de mayo de 2019

La elefante matriarca

El año pasado, iba en la parte posterior de un jeep abierto junto a otros 5 turistas, explorando la sabana salvaje del Parque Krugger en Sudáfrica, para ver los magníficos animales en vivo y en directo interactuando en plena naturaleza. Era de noche y estaba muy oscuro. Un safari de observación. El rastreador estaba sentado sobre el capó buscando señales de vida con un potente foco, mientras avanzábamos con precaución. Conducía el vehículo un guía, que pretendía llevarnos donde recién habían avistado a un magnífico león adulto. La única especie de los 5 grandes animales que nos faltaba por avistar. 
Había sido un largo día. Esa madrugada habíamos visto un espectáculo sobrecogedor. Casi frente a nuestros ojos, una leopardo hembra bastante joven, logró cazar a una impala de su mismo tamaño y estaba siendo acechada por las hienas que querían quitarle su valioso botín, que parecía aun palpitar. Con un fuerza descomunal, la felina subió a su presa a un árbol de unos 6 metros para dejarla fuera del alcance de las agresivas pero sonrientes carroñeras. Y luego de algunos minutos, acomodándola entre las ramas, bajó del árbol y desapareció, escondiéndose entre la espesa hierba. 
Las hienas pronto dieron señales de preocupación. Una jauría de pequeños perros salvajes se acercaba. Una de las hienas más viejas, no quiso alejarse del árbol y fue acorralada por unos atrevidos cachorros que la atacaron sin piedad. Los gruñidos y gritos aún resonaban en mis oídos. La batalla fue feroz. Nadie quería ceder territorio. 
Aunque habían transcurrido varias horas, aun estaba afectado por la violenta y cruel competencia por alimentarse que debían enfrentar a diario aquellos milenarios habitantes del continente africano.
Esa noche, entusiasmados por la invitación, y a pesar del cansancio, aceptamos el desafío de buscar al rey de la selva en plena oscuridad. La luna nueva apenas iluminaba. Salimos protegidos contra el frío. Las estrellas cubrían todo el firmamento con una claridad simplemente asombrosa. El inquieto haz de luz del foco que sostenía el rastreador era nuestra única referencia. El resto era oscuridad pura. 
A poco andar, el guía y el rastreador comenzaron a susurrar en el idioma de los aborígenes locales. Ninguno de los turistas entendía nada, pero intuíamos que estaban preocupados. Disminuyeron la velocidad. Fuimos alertados por una serie de ruidos que salían de las sombras. Nos detuvimos. Algo grande se acercaba. Nos pidieron silencio. Escuchamos resoplidos y muchos crujidos. Los árboles se quejaban. Algo enorme los trituraba...
Apagaron el foco y las luces del jeep. El guía nos explicó en voz baja que estábamos rodeados por una gigantesca manada de elefantes. Eran cientos de ellos. Literalmente. No podíamos asustarlos ni movernos sin ponernos en riesgo. Tendríamos que quedarnos allí, detenidos, apagar el motor y las luces, evitar los movimientos bruscos, no extender los brazos y mantenernos en silencio. Hasta que los paquidermos nos dejaran atrás. 
Aprovechen de mirar al cielo o meditar y escuchar el mensaje que les transmite el universo. Por ahora no podemos hacer nada más, sentenció el guía y se sumió en el silencio. La oscuridad nos envolvió. Los elefantes también. Las estrellas eran lejanos testigos del encuentro entre unos extraños visitantes y aquella enorme manada de elefantes. Las magníficas bestias estaban tan cerca que su respiración se sentía con toda claridad. Algunos sonidos guturales que parecían venir de ultratumba nos sobresaltaban de cuando en cuando. No tenían prisa y avanzaban muy lentamente. 
Yo estaba en el asiento posterior. Bastante más elevado que las otras filas de asientos. Percibía la presencia de un gigantesco elefante muy cerca, demasiado tal vez. Estaba intentando identificarme. Su olor era potente. Su poderoso cuerpo estaba apenas a unos escasos centímetros de mi cabeza. No se veía casi nada en esa profunda oscuridad, pero el suave movimiento del aire en mi cara, me indicaba que su trompa también me estaba olfateando. 
–¿Quién eres?– parecía preguntarme con curiosidad.
– Soy un observador –contesté mentalmente con algo de miedo y mucha fascinación. 
Entonces ocurrió algo totalmente inesperado. ¡Establecimos contacto telepático! Hablamos. –Soy la matriarca que acompaña a este grupo. No temas. Somos respetuosas de la vida...
–Pero aquí la violencia despierta en un instante y la muerte acecha constantemente – Repliqué automáticamente. Mi mente no era capaz de contenerse recordando los eventos de la mañana y la elefanta obviamente leyó mis pensamientos.
–Nada es lo que parece desde la perspectiva personal. Si eres un observador, mira desde el punto de vista de la naturaleza. No desde la perspectiva de un hombre o de algún animal. La naturaleza es vida, que se expresa en muchos organismos, todos diferentes y sin embargo jugando el mismo juego. Todas las criaturas existen para contagiar vida. Para la naturaleza, la muerte es solo la transformación de esa energía sagrada en más vida. Es energía que cambia de organismo para continuar existiendo. Y así, cambiando de organismo, como tú te cambias de ropa, la vida pretende mantenerse palpitando por millones de años. 
–¿Quieres decir que la muerte es buena?– pregunté.
–Todos aquí danzamos al son de la vida. Todo ser viviente: los animales, las plantas  y los insectos. Nuestra tarea es preservar la música que resuena en la Tierra. La muerte es solo un instrumento que deja de tocar, pero cuyo silencio permite que otros instrumentos alimenten la melodía milagrosa de la evolución. Aquella leoparda debía alimentar a sus dos cachorros que no comían desde hace varios días; los perros salvajes seguramente intentaron recoger algunas sobras y las hienas comieron los desechos; los buitres y hasta las hormigas continuaron transformando el sacrificio de esa heroica impala en más vida. En algunas horas no quedó nada de ese animal. Su energía vital se transmutó hacia otros organismos, de otras especies. Su muerte es un regalo de más vida para los demás. Y todos lo agradecemos de verdad...
–Ahora que lo dices, creo que lo comprendo mejor. No se trata de un organismo individual. La vida existe como un organismo colectivo. Todos somos responsables de cultivarla –contesté.
–Nosotros hacemos nuestra parte. Pero ustedes..., pues, digamos que ustedes ya no se sienten responsables de la vida ajena. Hace tiempo que los humanos decidieron que solo su vida era importante. Abandonaron la danza y solo quieren bailar con algunos pocos miembros de su propia especie. Ni siquiera con todos. Es una lástima. Y además, hacen peligrar nuestra música ancestral. Cada vez nos cuesta más. La vida en la Tierra sufre. Tal vez tú, puedas enseñarles a tus congéneres, a mirar su existencia desde el punto de vista de la naturaleza, a respetar la energía sagrada en cualquier organismo, a cuidar los signos vitales del planeta. 
–¡Claro que lo haré! –respondí entusiasmado.
–Entonces me voy. Debo conducir a mi manada a un estanque de agua que nos ayudará a seguir extendiendo nuestra energía por generaciones y generaciones..., siempre que el ser humano comprenda. 
Lentamente se alejó. La elefanta matriarca siguió su camino, no sin antes haberme convencido de transmitir su mensaje al resto de la Humanidad. La vida es sagrada. Esté donde esté. 

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