Un viejo amigo que es doctor en medicina, me invitó a una tertulia en su departamento ayer en la noche. Se trataba de una invitación a conversar sobre temas profundos con otros dos invitados. Un premio nacional de ciencias y un educador con doctorado en filosofía.
¿Una invitación a conversar?
Así fue. Los invitados llegaron puntualmente y mediando apenas los saludos protocolares, la conversación adquirió una profundidad poco habitual.
Hablamos sin pauta preconcebida sobre la vida, en general y sobre la educación –interés compartido por todos– en particular. Las palabras fluían musicalmente, como siguiendo un ritmo, entre copas y mastiques.
–Casi no tenemos tiempo para conversar –sugirió uno al rato, saboreando las reflexiones en voz alta que hacíamos.
–Es que son pocos los que saben conversar –comentó otro, mientras disfrutaba una exquisita copa de vino.
–Aunque son menos los que saben escuchar –terció el anfitrión dejando que sus palabras penetraran en el silencio que se produjo entonces.
El arte de la conversación, parece estar extinguiéndose. Reunirse alrededor de una chimenea o una mesa, dispuesto a compartir pensamientos, es un hábito del pasado. Es una pena, porque conversar nos transforma. Como pudimos atestiguar los presentes. Nos enriquece y nos expande la mente.
¿Porqué en los colegios no se enseña a conversar? Nos preguntamos. Y cada uno encontró una respuesta. Todas diferentes, pero sin embargo, coincidimos en que en los tiempos que estamos viviendo, es urgente y necesario recuperar la capacidad de establecer una instancia de comunicación más profunda con nuestros amigos y seres queridos. El tan extendido chat, no tiene el mismo sabor que una conversación cara a cara. Tal vez la presencia física trasmite emociones que dan sentido a las palabras. En una conversación, nuestros decires siempre van acompañados de un lenguaje corporal que complementa el mensaje. En un chat, podemos sazonarlos con emoticones, de vez en cuando, pero no se logra el mismo efecto. Es muy difícil hablar de corazón a corazón por medios virtuales. No cabe dudas de que hemos ido aprendiendo a comunicarnos sin emociones. Como se comunican las máquinas.
Y en esas reflexiones, también concordamos en que es necesario aprender a conversar con desconocidos. Para transformarlos en personas con historia e identidad. Para volver a confiar en los demás. Porque estamos viviendo una crisis de confianza. Llegamos a la conclusión de que tal vez las conversaciones en persona, sean el antídoto contra el individualismo y la fragmentación que nos está alienando.
Porque para conversar de verdad, hay que pensar antes de pronunciar palabras. Ese puede ser el problema. Estamos viviendo tan apurados, que no nos damos tiempo para pensar en lo que creemos, en lo que queremos y mucho menos, en quienes somos o en el sentido que tiene la vida.
Aunque de acuerdo a la experiencia que vivimos ayer, conversar nos enriquece. Desde el punto de vista espiritual más que material. Y esa es riqueza verdadera.
Conversar. Invitar a conversar. Conversar con nuestros compañeros. Para entenderlos, para conocerlos, para quererlos. Conversar con nuestros familiares para estrechar los lazos de amor y afecto. Sobre todo, conversar con nuestras parejas. Para cultivar esas relaciones importantes.
¿Y porqué no?, conversar con nuestras mascotas y con las plantas de nuestro jardín. Conversar con el cosmos y con el silencio. Conversar con nuestros antepasados y también con Dios. Porque a mi, me pareció que detrás de las palabras de mis contertulios, había un mensaje de alguien mas sabio y más amoroso que los presentes. Hay que aprender a tener conversaciones profundas...
Intentar que nuestros pensamientos bailen con pensamientos extraños y que produzcan una coreografía de ideas que transforme nuestra realidad es muy gratificante. Aprovechen de conversar. Busquen excusas para compartir, porque así serán mucho más felices.
¿Una invitación a conversar?
Así fue. Los invitados llegaron puntualmente y mediando apenas los saludos protocolares, la conversación adquirió una profundidad poco habitual.
Hablamos sin pauta preconcebida sobre la vida, en general y sobre la educación –interés compartido por todos– en particular. Las palabras fluían musicalmente, como siguiendo un ritmo, entre copas y mastiques.
–Casi no tenemos tiempo para conversar –sugirió uno al rato, saboreando las reflexiones en voz alta que hacíamos.
–Es que son pocos los que saben conversar –comentó otro, mientras disfrutaba una exquisita copa de vino.
–Aunque son menos los que saben escuchar –terció el anfitrión dejando que sus palabras penetraran en el silencio que se produjo entonces.
El arte de la conversación, parece estar extinguiéndose. Reunirse alrededor de una chimenea o una mesa, dispuesto a compartir pensamientos, es un hábito del pasado. Es una pena, porque conversar nos transforma. Como pudimos atestiguar los presentes. Nos enriquece y nos expande la mente.
¿Porqué en los colegios no se enseña a conversar? Nos preguntamos. Y cada uno encontró una respuesta. Todas diferentes, pero sin embargo, coincidimos en que en los tiempos que estamos viviendo, es urgente y necesario recuperar la capacidad de establecer una instancia de comunicación más profunda con nuestros amigos y seres queridos. El tan extendido chat, no tiene el mismo sabor que una conversación cara a cara. Tal vez la presencia física trasmite emociones que dan sentido a las palabras. En una conversación, nuestros decires siempre van acompañados de un lenguaje corporal que complementa el mensaje. En un chat, podemos sazonarlos con emoticones, de vez en cuando, pero no se logra el mismo efecto. Es muy difícil hablar de corazón a corazón por medios virtuales. No cabe dudas de que hemos ido aprendiendo a comunicarnos sin emociones. Como se comunican las máquinas.
Y en esas reflexiones, también concordamos en que es necesario aprender a conversar con desconocidos. Para transformarlos en personas con historia e identidad. Para volver a confiar en los demás. Porque estamos viviendo una crisis de confianza. Llegamos a la conclusión de que tal vez las conversaciones en persona, sean el antídoto contra el individualismo y la fragmentación que nos está alienando.
Porque para conversar de verdad, hay que pensar antes de pronunciar palabras. Ese puede ser el problema. Estamos viviendo tan apurados, que no nos damos tiempo para pensar en lo que creemos, en lo que queremos y mucho menos, en quienes somos o en el sentido que tiene la vida.
Aunque de acuerdo a la experiencia que vivimos ayer, conversar nos enriquece. Desde el punto de vista espiritual más que material. Y esa es riqueza verdadera.
Conversar. Invitar a conversar. Conversar con nuestros compañeros. Para entenderlos, para conocerlos, para quererlos. Conversar con nuestros familiares para estrechar los lazos de amor y afecto. Sobre todo, conversar con nuestras parejas. Para cultivar esas relaciones importantes.
¿Y porqué no?, conversar con nuestras mascotas y con las plantas de nuestro jardín. Conversar con el cosmos y con el silencio. Conversar con nuestros antepasados y también con Dios. Porque a mi, me pareció que detrás de las palabras de mis contertulios, había un mensaje de alguien mas sabio y más amoroso que los presentes. Hay que aprender a tener conversaciones profundas...
Intentar que nuestros pensamientos bailen con pensamientos extraños y que produzcan una coreografía de ideas que transforme nuestra realidad es muy gratificante. Aprovechen de conversar. Busquen excusas para compartir, porque así serán mucho más felices.
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