Lo primero que dije al aceptar la
responsabilidad de dirigir la facultad de educación, fue que yo venía de otro mundo...de un
mundo más plano. Era bastante evidente, pero lo dije por varias razones: obviamente hacía una referencia al
mundo plano que propone Thomas Friedman, al advertirnos del cambio
paradigmático que encontraremos en la
era de la información; pero también por la urgente necesidad de que el
mundo académico revise sus postulados más básicos (la jerarquía de los grados
académicos y la fragmentación disciplinar, entre muchos otros); aunque mi
motivación más íntima al hacer esta declaración, era la necesidad de cambiar el
tipo de comunicación unidireccional que experimentan los estudiantes en las
aulas.
Me crié en una cultura donde el diálogo
respetuoso era visto como una oportunidad de contrastar posturas para ampliar
nuestras miradas. Las diferencias de opinión, eran no solo aceptadas, sino muy valoradas.
Eran producto de vidas distintas. En esa cultura, la comunicación es
bi-direccional. Se escucha al otro, respetándolo y partiendo del supuesto de
que su interpretación es válida y que el contexto explica una percepción
distinta que genera una interpretación novedosa. Allí, cuando alguien manifiesta no estar de acuerdo, se celebra el
interés de compartir una perspectiva adicional para enriquecer la
conversación. Se escucha, atentamente, para comprender como esa otra arista permite tener otra explicación. El diálogo constructivo, a partir de las diferencias, es el
mecanismo de integración de conocimientos. Discutir una idea desde distintas realidades
y experiencias, permitía ampliarla y comprenderla mucho mejor. Es un ejercicio
de plasticidad mental, que siempre he valorado.
El antiguo profesor, que se siente dueño
de la verdad, tiende a un monólogo expositivo, tratando de proporcionar
evidencia contundente acerca de su postura. No escucha para comprender, sino
que lo hace para rebatir y convencer. Pierde así una posibilidad extraordinaria
de enriquecer su mirada y ampliar sus conocimientos. Hoy, el conocimiento está
al alcance de los estudiantes, que traen otros contextos y enriquecen el análisis de cualquier tema.
Más aún, esas juveniles miradas, nos permitirán desenmascarar algunas de nuestras
creencias más limitantes. El mundo está cambiando a una velocidad vertiginosa. La
universidad debe contribuir a generar una transición verdaderamente integradora.
Afortunadamente, algunos profesores han
sabido adaptarse a la nueva realidad y han comprendido el cambio en el rol que les corresponde. Los profesores del siglo XXI tendrán que desarrollar
habilidades socio-emocionales para relacionarse mejor con sus estudiantes.
Algunos de nuestros connotados maestros, las tienen en forma natural y es justamente eso, lo que los
distingue del resto de los profesores. Hoy, se reconoce que el clima emocional
en el aula, es el factor más influyente en el aprendizaje de los estudiantes.
Entonces, nuestra tarea prioritaria es formar profesores con empatía. Y eso se
consigue con nuestro ejemplo, creando un ambiente de respeto mutuo y sobretodo,
recuperando la capacidad de dialogar constructivamente con nuestros futuros
profesores.
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