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jueves, 13 de octubre de 2016

La Liguria

Durante setiembre viajamos a Europa. La idea era aprovechar los días feriados de fiestas patrias para conocer algunos lugares que resultaron fascinantes. Y si bien nuestro objetivo era la Costa Amalfitana, el destino también quiso mostrarnos otros lugares. Intentaré compartir con ustedes, algunas de las experiencias más interesantes que vivimos. Ibamos con otro matrimonio con quienes nos encontramos en el aeropuerto de Milán.
El caracter italiano se hizo presente de inmediato, advirtiéndonos que estábamos inmersos en otra cultura. Necesitaríamos recargarnos de paciencia –algo que habíamos consumido luego de muchas horas de vuelo– y reiterar nuestra decisión de disfrutar el viaje independiente de los contratiempos. Como todos los demás clientes, debimos esperar un par de horas para que nos entregaran el auto que habíamos arrendado y pagado. Los italianos tienen su propia forma de hacer las cosas y eso era algo que íbamos a observar con tanto asombro como el maravilloso país que han construido. Italia es una comunidad muy social, extrovertida y apasionada, apoyada en valores convencionales producto de la enorme influencia de la religión católica y cimentada en la cohesión de familias muy extendidas. 
Santa Margarita de la Liguria
Luego de una par de horas en las excelentes carreteras plagadas de túneles, llegamos a Santa Margarita de la Liguria, nuestro centro de operaciones para esta primera etapa del viaje. Muy cerca de Génova, estas tierras montañosas destacan por una arquitectura compacta en pendientes asombrosas, como si los pueblos estudiaran al mar desde los acantilados. De hecho, el océano es el pricipal protagonista de la región. 
Santa Margarita es un hermoso balneario en el golfo del Tigullio, al noroeste de Italia y sus congestionadas playas están cerradas con camarines de vistosos colores que protegen los quitasoles y las reposeras que cubren los escasos lugares con arena de las playas ligurianas. 
Cristo de los abismos
San Fruttuoso
Desde allí fuimos navegando hacia San Frutosso, una abadía medieval inaccesible por tierra, que esconde al Cristo de los Abismos (una escultura sumergida a 17 metros de profundidad y solo visible para buceadores); se trata de una pequeña aldea de pescadores que tiene, además de la abadía, una pequeña playa pedregosa teñida de quitasoles color lavanda y algunos restoranes turísticos. Almorzamos en uno de ellos, atendido por la familia propietaria. Mientras el abuelo parrillaba los pescados y mariscos, las nietas servían a los comensales. Un negocio típicamente italiano. La vista resultó mejor que la comida, pero la experiencia de almorzar en un roquerío al costado de la playa... mirando la llegada de continuas oleadas de turistas ante la indiferencia de los bañistas locales, fue sencillamente maravillosa. 
Portofino
Uno de los yates chicos...
Por supuesto, pasamos por Portofino, un lugar que hace casi un siglo, trastornó a mi abuela y con razón. Recorrimos el muelle y admiramos los yates magníficos que hablaban de la fineza del pequeño puerto, visitamos las tiendas llenas de artesanías y recuerdos y vimos algunos restoranes para visitar al día siguiente. Escogimos uno (Delfino) atendido por Arnoldo, un mozo chileno, que al día siguiente nos atiborró de limoncellos aunque nos dejó hambrientos con unos pescados a la sal que resultaron más caros que los pasajes en avión. Sin quejarnos por el valor, porque la dura vida del turista exige ciertos sacrificios, aprovechamos de enterarnos de muchas aventuras de otros chilenos que habían estado allí. Algunos bastante conocidos, que probablemente pensaron que sus andanzas por esos remotos lugares no serían conocidas. No contaban con la elocuencia de este personaje que probablemente exageró sus cuentos pero que animó nuestra sobremesa con mucho entusiasmo.  



Rapallo
Al día siguiente visitamos Rapallo, vecina a Santa Margarita, con características similares aunque un poco más grande y más ciudad que la segunda. Aparte del típico recorrido por el borde costero, no hicimos mucho allí. Estábamos ansiosos por comenzar el recorrido por lo que nos habían dicho eran los 5 pueblos más encantadores de Italia. Cinque Terre (Las 5 tierras). Partimos a La Spezia donde nos alojaríamos para tomar el tren ya que estos pueblos solo son accesibles por tren o por mar. 


Monterosso
En la estación de trenes de La Spezia compramos pasajes para transitar sin límites por el día y enfilamos hacia Monterosso, el último de estos pueblitos apiñados en los acantilados del mediterráneo. Volveríamos deteniéndonos en los otros territorios tanto tiempo como quisiéramos. Pero el tiempo siempre fue escaso para conocer estos parajes. En Monterosso, fui sorprendido por las playas multicolores, las casas color pastel y la ropa tendida. Me encantó el ambiente relajado y sociable de estos pueblos ermitaños. Cada comunidad parecía una gran familia italiana. Probablemente ellos también se consideran como tales. En Monterosso al mare, había más arena y playa que en todos los otros 4 pueblos juntos. Había que cruzar un tunel para llegar caminando al poblado escondido detrás de rocas y acantilados. Y fue un buen anticipo de lo que encontraríamos más allá. 

Vernazza

Luego bajamos en Vernazza y admiramos sus edificios multicolores, recorrimos calles angostas con más ropa tendida y descubrimos detalles arquitectónicos asombrosos, hasta llegar a la pequeña playa al costado de una iglesia. Ese era el polo magnético de la caleta. Otro pueblo de navegantes y pescadores. Otra comunidad que se apiñaba sobre las rocas de una playa para rezar, nadar o zarpar, siempre juntos.


Corniglia
Para llegar al siguiente pueblo, Corniglia, desde la estación había que subir una escalera de mil peldaños. Una prueba de resistencia, anunciada por un cartel que al inicio de la escalera indicaba que arriba había una farmacia. Los visitantes estaban advertidos. Los habitantes debían tener piernas muy fuertes. A diferencia de Vernazza, la invitación siempre era a subir hacia el corazón de la comunidad. En la plaza, las vistas hacia el Mediterráneo eran maravillosas. Significativamente, en lo más alto, estaba el cementerio, desde donde supuestamente los ángeles protegían a los residentes. 
Manarola

Manarola no tenía playa. Literalmente eran casas construidas sobre rocas. Los lugareños tendían sus toallas en la bajada de los botes hacia el mar. Mientras algunos se sambullían desde los roqueríos, otros celebraban un cumpleaños, unos pocos disfrutaban un asado e incluso unos recién casados se sacaban fotos desde los caminos que bordeaban los acantilados. Los niños corrían libremente por todas partes y los mayores paseaban sus perros. Había una agitación muy propia de una comunidad vibrante, inclusiva y extremadamente sociable. Me pareció un lugar muy italiano...
Para mi gusto, el más alegre de los 5 territorios.  Y un paraíso para un buen fotógrafo. 


Riomaggiore

Riomaggiore sería nuestra última parada en Cinqueterra. Parecía tener más edificios de 4 a 6 pisos que casas. Pero conservaba la característica arquitectura del sector. Aquí aprovechamos de disfrutar la puesta del sol, desde un restorán con vista al mar. Era necesario un descanso para digerir la belleza del entorno. Tantos estímulos en tan poco tiempo eran difíciles de asimilar. Mientras se ponía el sol y los colores del cielo rivalizaban con los del pueblo, nos conmovimos con la energía que nos dio esta primera etapa del viaje. Al día siguiente, dejaríamos la Liguria con la sensación de que habíamos descubierto una forma de vivir más humana, natural, hermosa y solidaria. Quedamos con el corazón contento. Muy contento. en muchos sentidos, fue un sueño hecho realidad. 

Volvimos a alojar en La Spezia, para salir rumbo a la Costa Amalfitana al día siguiente...





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