Un mal día, me contaron que el Maestro estaba perdido. Toda su familia estaba buscándolo y necesitaban ayuda. Recién entonces supe que él tenía Alzeimer, aunque reconozco que debí haberlo deducido mucho antes. A veces no queremos ver aquello que nos duele. Apenas me repuse del impacto, fui a buscarlo a la playa. Lo encontré deambulando justo donde me regaló la libreta. No me reconoció. Caminaba apenas, arrastrando sus piernas sin ayuda del viejo bastón que probablemente había olvidado en alguna parte. Su deterioro era tan manifiesto que me estremecí. Le quedaba muy poco tiempo. Internamente, juré que lo iba a aprovechar. Le entregué la libreta, me siguió a su casa donde lo dejé con su familia. Y me fui tan conmovido como enojado conmigo mismo. ¿Cómo no me dí cuenta antes?
El Maestro se fue una mañana de otoño, cuando las hojas caían lentas, como si el mundo comprendiera que debía hacer silencio. No hubo estridencias. El mar estaba tranquilo. Ni las gaviotas chillaban. Solo sentí el lejano canto de un zorzal, el aroma del pasto recién cortado y el sol tibio que acariciaba el pasto con una dulzura que parecía suya.
Había dejado de reconocer mi nombre hacía semanas, pero cada vez que se sentía bien, lo llevaba al campo de golf. Allí, algo en su cuerpo despertaba. A veces tomaba un palo, lo alzaba con elegancia, y en sus ojos brillaba una chispa antigua. Otras veces cerraba los ojos y murmuraba, como si estuviera rezando, o recordando.
“La mente se cansa, pero el corazón no olvida”, dijo más de alguna vez, cuando yo aún creía que el golf era un deporte. Ahora sabía que era mucho más. Era memoria. Era intuición. Era entrega. Era la forma que él había encontrado para enseñar a vivir con plenitud antes de que la memoria se le escurriera como arena entre los dedos.
Sus últimos días los pasó en una silla mirando el atardecer desde su ventana, con los palos apoyados a un costado, como caballos fieles esperando a su jinete. No hablaba, pero sus manos buscaban a tientas la libreta. Esa libreta que me había hecho llenar con cada enseñanza, cada historia, cada golpe errado que valía más que un birdie.
La mañana que partió, yo estaba a su lado. Le tomé la mano y le susurré al oído:
—Tus nietos van a saber todo. Les voy a contar quién fuiste… y lo que me enseñaste.
Una lágrima resbaló por su mejilla. No sé si fue por lo que escuchó o por lo que sintió. Pero fue suficiente.
Después, me llevé a sus nietos al mismo banco frente al green del hoyo 18 donde reflexionábamos. Los niños jugaban con unas pelotas viejas, sin saber que estaban pisando el lugar donde su abuelo había sido más libre. Yo abrí la libreta. Sus tapas estaban gastadas, las hojas salpicadas de tierra, sol y tinta.
—Esto —les dije—, no es solo un cuaderno. Es una brújula. Su abuelo me pidió que lo escribiera todo aquí, para ustedes. Para que no olviden lo importante: que el golf, como la vida, no se juega con la cabeza… se juega con el corazón.
Sus nietos examinaron la libreta con reverencia. Uno de ellos, el mayor, hojeó despacio. Se detuvo en una página donde El Maestro había escrito con su puño tembloroso: “Cuando sientas miedo, respira. Cuando pierdas la calma, suelta el palo. Cuando olvides quién eres… mira hacia el horizonte y escucha el viento. Él siempre sabe el camino de regreso.”
Los tres quedaron en silencio. Y yo también. Por un instante, fue como si él estuviera allí, sentado a nuestro lado, guiándonos una vez más.
Desde entonces, cada vez que vuelvo al campo, lo veo. No con los ojos, sino con eso que él me enseñó a usar cuando ya no podía recordar: el corazón.
Y siempre, antes de golpear la pelota, cierro los ojos y sonrío. Porque sé que El Maestro está jugando conmigo el hoyo eterno, ese donde ya no se cuenta el score, solo la alegría de haber jugado
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