Nunca dejaba de asombrarme la forma en que la Naturaleza reflejaba mi Alma. Jugar golf se transformó en una aventura por territorios desconocidos, llenos de sorpresas y desafíos. Lo más difícil era fluir, sin oponer resistencia alguna al resultado de cada acción. Se necesitaba fe. Y si al comienzo esa fe era escuálida, gradualmente se fue robusteciendo hasta convertirse en convencimiento total. El golf se convirtió en mi profesor de vida. Eso pretendía, enseñarme a vivir mejor. Y aunque a la larga aprendí a disfrutarlo, el aprendizaje fue duro. Muy duro. Tanto que pensé. muchas veces rendirme...
Verme sin anestesia fue decepcionante. Brutal. Sabiendo que era un juego donde inevitablemente se cometían errores, lo más horrendo era ver cómo yo los trataba de justificar, como si fuesen ajenos. Entonces, inexorablemente se repetían y reaparecían agigantados, hasta que terminaba aceptando mi total responsabilidad. Es que no se puede huir de los errores. Hay que llegar hasta su raíz y extirparlos desde el fondo del alma. Allí donde más duele, disfrazados de debilidad, se esconden los defectos que tenemos que enfrentar y superar. Curiosamente, todos ellos tienen misteriosos secuaces que intentan defenderlos de nuestros intentos de superación. Conocerse de verdad, es aterrador.
Incluso las personas que jugaban conmigo, no eran elegidas al azar o por afinidad. Eran mis partners porque debían darme una lección. O quizás debían mostrarme algo tan terrible que me negaría a aceptar como propio. Había una razón por la que me acompañaban. A veces dolorosa, a veces profunda y otras veces simple y sencilla. Pero nada era casualidad. Al final, el campo de golf es una aula pedagógica y todo lo que allí ocurre está diseñado para nuestro aprendizaje. Y como nada es superfluo, aprendí a poner toda mi atención en los detalles. En esos detalles estaba el secreto del golf (y de la vida).
Somos seres humanos, falibles, algo soberbios y egoístas. Siempre cambiando. Siempre evolucionando. Y nuestro desafío es siempre progresar. El tiempo nos ayuda a madurar, porque nos cuesta reconocer nuestras falencias y pedir perdón cuando somos jóvenes. Siempre encontramos excusas. Hasta que aceptamos que el desafío es mejorar. Mejorarnos nosotros. Evolucionar para bien. Porque también tenemos muchos talentos y más potencial del que nos atrevemos a imaginar. Fue este proceso de reconocer mis defectos, de trabajar incansablemente para transformarlos en talentos y simultáneamente aprovechar cualquier habilidad para maximizar mi rendimiento, lo que transformó el golf en mi coach de vida. Juré entonces nunca rendirme y seguir luchando intentando sacar siempre lo mejor de mi. El golf me hizo comprender que la única forma de progresar continuamente era vivir y jugar con la mayor intensidad que mi fuerza interior me permitiera. Eso cambió toda mi cosmovisión, mi mundo y por supuesto redujo mi handicap.
El Maestro ya no me acompañaba en mis rondas. "No era necesario", decía, agregando que "nadie es mejor profesor de vida que el golf". Pero muchas veces me esperaba en el club para leer en la libreta aquello que yo había aprendido ese día en la cancha.