Estaba caminando sobre la trotadora cuando comenzó a cambiar la dirección de los vientos de mi destino. El otrora sencillo nivel de esfuerzo, me agobió y el test debió suspenderse. La médica me comunicó que sospechaba de una estrechez coronaria y me sugirió hacerme una coronariografía a la brevedad. Inmediatamente se comunicó con mi cardiólogo quien programó la intervención para el día siguiente. Sin saber cómo, en algunas horas, estaba tendido en un quirófano mientras mi doctor exploraba mis arterias coronarias para ver si era necesario colocar algún stent. Comencé a sentirme mal. Si yo pensaba volver a casa a mas tardar el día siguiente, esa idea se hizo añicos en cosa de minutos. Aun estaba inmovilizado en la sala de operaciones bajo luces encandilantes cuando el cardiólogo me explicó que "estábamos en problemas" y que necesitaba consultar a otro cirujano. Lo mandó llamar. Mientras tanto, yo transpiraba helado y sentía una angustia que me daba náuseas. La impotencia se apoderó de mi mente. Nada de lo que estaba sucediendo tenía sentido.
Después de lo que me pareció una eternidad, finalmente llegó el nuevo cirujano y me explicó que tenía la "enfermedad severa de los 3 vasos" y que debía operarme a corazón abierto tan pronto como fuese posible para colocarme 3 o 4 by-pass.
—Tus coronarias tienen demasiadas estrecheces..., parecen un rosario —comentó.
Y mientras yo intentaba digerir sus palabras, agregó una palabra final que quedó revoloteando en mi cabeza:
—Reza.
—Hagan lo que tengan que hacer... —, murmuré con apenas un hilo de voz y así quedó sellado uno de los eventos más relevantes de mi vida. Al día siguiente me iba a someter a una cirugía mayor que transformaría tanto mi vida como la de mi familia.
Esa noche fui trasladado a una pieza para descansar antes de la operación. Por la ventana, el panorama era tenebroso. Bastante parecido a mi estado de ánimo. Santiago estaba cubierto por una densa y oscura nubosidad que azotaba, con una copiosa y persistente lluvia, a la ciudad en toda su extensión. El mal tiempo estaba causando estragos en el valle metropolitano y desde mi privilegiado punto de vista, el espectáculo era bastante aterrador. «Mal presagio», pensé. Sin poder dormir y a esas alturas, evidentemente deprimido, decidí prepararme para aceptar cualquier resultado de la intervención. En el peor de los casos quería despedirme con cierta dignidad de mis seres queridos y me afané buscando palabras apropiadas para que cada adiós particular fuese significativo. En eso me distraje durante las horas mas tristes de esa lúgubre noche. Las emociones literalmente me desbordaron. Cuando ya tenía el guión escrito y mis pensamientos se sosegaron, volví a mirar por la ventana.
En ese momento de profunda conmoción estética, tuve la primera corazonada: «Tal vez todo ha sucedido de acuerdo a un plan superior. Tal vez esta emergencia hospitalaria sea perfecta para transformar mi vida en una experiencia resplandeciente». Como por arte de magia, sentí una enorme voltereta anímica y me inundé de esperanza: «Todo saldrá bien», recapacité. Y confiado en el buen resultado de la operación, decidí disfrutar la función a través de la ventana, que cada vez se tornaba más impactante. Había algo místico y poderoso en ese paisaje que me hizo pensar en Dios. Poco a poco me llené de energía y cuando amaneció, yo ya estaba dispuesto a poner lo mejor de mí parte para recuperarme lo más rápido posible y replantearme el rumbo de mi existencia.
Temprano en la mañana, mi señora e hijos me visitaron, pero ya se me habían olvidado las palabras de despedida y solo pude contarles lo mucho que disfruté el panorama nocturno. Afuera sin embargo, seguía lloviendo que se las pelaba y ellos, mirando hacia el poniente, no parecieron comprender las razones de mi tranquilidad. Entonces mis dudas y temores quisieron regresar. Comencé a ponerme nervioso nuevamente, cuando se acercó un sacerdote para ofrecerme apoyo espiritual. Faltaba poco para que me llevaran al quirófano, comentó. Una nueva corazonada me golpeó con fuerza. «El Universo está probando mi fé. No debo flaquear ahora y menos frente a mi familia». pensé.
Tampoco quería perder ni un minuto de estar con mis seres queridos. Lo rechacé con la mayor delicadeza posible, indicándole que Dios mismo se me apareció tras la ventana durante la noche anterior y que durante horas me había consolado, perdonado y ofrecido su protección para el desafío que tenía por delante.
—No quisiera volver a importunarlo. Me siento privilegiado porque Él siempre ha estado conmigo y también me acompañará durante la operación. Juntos saldremos bien parados de esta. ¡Gracias! —, expliqué.
No pasó mucho rato hasta que vino un enfermero a buscarme para llevarme al pabellón. Allí el anestesista comenzó a prepararme para la delicada intervención. Entré al quirófano y me pusieron sobre la mesa de operaciones. En cuestión de minutos estaría inconsciente y mi cuerpo sería sometido a una prueba extrema. No sabía ni cuándo ni dónde iba a despertar, ni siquiera sabía si es que iba a despertar. Lo único que me sostenía era la corazonada de que todas esas señales que había recibido eran la forma en que el Universo, Dios (o cómo ustedes quieran llamar a esa presencia divina que habita en nuestro interior) se comunicaba conmigo. Y eso me bastaba.
Entonces perdí la conciencia...
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