Muchos de los que ya somos adultos hace tiempo y acumulamos demasiados recuerdos, aquellos que nacimos en la segunda mitad del siglo XXI, nos encontramos estupefactos, desconcertados y algunos tal vez, incluso molestos. No entendemos la transformación que está viviendo la sociedad. Es que nuestra generación fue educada para obedecer. Y en ese entonces, era lógico, puesto que después de las grandes guerras mundiales, las naciones necesitaban soldados que respetaran la autoridad, las empresas requerían empleados cumplidores y las industrias requerían obreros sumisos. La gran tarea era colectiva: reconstruir las naciones y las economías, desarrollarnos y progresar. Y entonces, los colegios forjaron nuestro carácter usando más el garrote que la zanahoria. Sufrimos una educación rigurosa donde la autoridad del profesor era incuestionable y el miedo la emoción predominante.
A pesar de eso, también tuvimos nuestra propia "revolución de las flores", que fue aplacada por las promesas del consumo infinito y/o derechamente por gobiernos autoritarios y dictaduras. Incluso los más hippies aprendimos finalmente a obedecer (por la razón o la fuerza). Nos insertamos en una sociedad que luchaba contra la escasez; viviendo en forma austera en una estructura social profundamente jerárquica y por lo tanto, trabajamos duro para progresar.
Llegamos a sentirnos orgullosos de poder brindar a nuestros hijos, mayores comodidades que las que nosotros jamás tuvimos, incluso sobrepasando las que en nuestros arrebatos de optimismo, osamos imaginar. Nos integramos al sistema económico y les construimos, con sangre, sudor y lágrimas, un mundo de abundancia. Nuestros sueños materiales, poco a poco, se fueron convirtiendo en realidad y nuestros hijos gozaron de los frutos de nuestros esfuerzos. Apoyados por los progresos científico-tecnológicos, les entregamos un mundo cómodo y eficiente. Siguiendo los consejos del Dr. Spock, protegimos a nuestros hijos de las exigencias educativas desmesuradas, relativizamos sus deberes y enfatizamos sus derechos. No les fijamos límites. No queríamos traumarlos.
Recién ahora nos estamos dando cuenta que produjimos a una generación desobediente. Una generación que no tiene miedos, que lucha por sus derechos y quiere cambiar el mundo que les heredamos. Nos sacan en cara las consecuencias de nuestra inconsciencia. Tal vez sea necesario, porque según ellos, íbamos rumbo al despeñadero. En este momento, el futuro de nuestro país depende de esta generación rebelde. Se lo han tomado, protestando, luchando por causas postergadas y ahora deben gobernarlo. Controlan la Convención Constituyente y propondrán una Constitución que cambiará el rumbo de la nación. Ahora acaban de aprobar el reconocimiento de los derechos de la naturaleza y de los animales. Y eso implica que respetan la Vida, en cualquiera de sus expresiones. Esto me basta para ver una luz de esperanza al final del túnel.
Veo a mis coetáneos temblar ante sus propuestas y no los culpo. Supongo que siguen siendo dominados por el miedo. Aunque a estas alturas de la vida, tal vez deberíamos ser más osados, atrevernos a pensar distinto y recurrir a nuestro derecho a cambiar de opinión. Reconozco que mis creencias no son tan rígidas como antaño y eso me ha hecho más flexible. Me doy cuenta de los errores que cometí. Tomo consciencia de mi inconsciencia.
Agradezco a la generación desobediente sus cuestionamientos y estoy dispuesto a darles el beneficio de la duda. En una de esas, son una mejor versión que nosotros, como todos esperamos de nuestro hijos y nietos.
A nivel planetario me parece que sucede algo similar. La generación desobediente está intentando corregir a sus padres. Por ejemplo, Ucrania desobedece a Rusia al acercarse a occidente, arriesgándose una guerra de consecuencias impredecibles. Y han demostrado su disposición a defenderse con gran heroísmo, utilizando una estrategia comunicacional que ha colocado al resto del mundo a su favor. He leído muchas interpretaciones acerca de las razones del conflicto pero sin ser experto en estas materias, me parece que se parece mucho a un castigo paternal hacia un hijo que elige ser desobediente. Los viejos tienen miedo de cambiar. Los jóvenes no. Y si hay algo que aprendemos de la naturaleza, es que el cambio es inevitable. Al final e independiente del resultado final, creo que las guerras han demostrado que las armas no ayudan a la solución a los conflictos. Esa es la lección que hace tiempo debimos aprender. Y si esta generación es mejor que la de sus padres, tal vez nuestros nietos agradezcan a sus padres haber sido desobedientes.