Soy un colegio evolucionado. Exitoso, según muchas personas que me
conocieron bien. Peligroso, según otras. Pionero en los grandes cambios que
necesitaba la educación, de acuerdo a algunos profesores. Irreverente con la
educación tradicional, en opinión de múltiples educadores.
No hay una opinión
definitiva acerca de mi. He sido transgresor y he generado controversias, eso
está claro. Pero entre los otros colegios, tengo muchos admiradores y algunos
de ellos han seguido mis pasos con gran entusiasmo. Unos pocos,
lamentablemente, lo han hecho a regañadientes. Ni siquiera el Ministerio de
Educación se atreve a catalogarme. Nadie en el sistema educacional ha quedado
indiferente frente a mi metamorfosis. Yo era diferente y probablemente hubiese
sido rápidamente condenado y cerrado, si a comienzos del siglo XXI, la
educación no hubiese estado fuertemente cuestionada y mi existencia no hubiese
dado una pequeña luz de esperanza al ser humano frente a la crisis existencial
que estaba enfrentando entonces.
Esta es mi historia.
Una historia de transformación dolorosa e incierta, que influyó decisivamente
en la sociedad humana. Mi tarea consistía en preparar a los humanos para
enfrentar el futuro. Y mientras el futuro era predecible y los cambios culturales
eran graduales, pude hacer mi trabajo razonablemente bien. Pero el
extraordinario progreso de la ciencia y la tecnología nos catapultó hacia una
era de cambios acelerados y el futuro se transformó en un territorio incierto y
peligroso. ¿Cómo preparar a los humanos para un futuro desconocido? Esa era la
pregunta que me dejaba sin dormir. Y aunque el sistema educacional estaba
concebido como un mecanismo esencialmente conservador de la cultura, todo
parecía indicar que había que cambiar el modelo educativo. ¿Quién osaría
desafiar al sistema?
Por circunstancias
que ustedes ya conocerán, me tocó a mi ser el gran transgresor. Fui el colegio
que comenzó la “Gran Revolución Educativa”. Confieso que yo no lo busqué.
Sencillamente me sucedió. Fue como si todas las energías cósmicas se alinearan
para producir una serie de casualidades que gatillaron mi transformación.
Comencé a educar niños humanos hace más
de 100 años. Nací en Las Condes un pequeño pueblo al oriente de Santiago, cerca
de 1920. Era un pequeño jardín infantil conocido como “El Escarabajo”, nombre
que jamás lograría despintarme a pesar de que con el paso de los años, crecí
hasta abarcar toda la educación secundaria. En la cultura de ese entonces, las
mariquitas eran señal de buena suerte. Nadie se atrevió a cambiarlo. Pero no
siempre fui un “bicho” raro…
En mi infancia, yo fui un colegio
bastante tradicional. En ese entonces, el profesor era el actor fundamental,
tenía autoridad. Era el dueño de la verdad y usaba zanahorias y garrotes (premios
y castigos) para disciplinar a sus alumnos. Estos niños, motivados
principalmente por el miedo, adquirían conocimientos estandarizados y aprendían
a obedecer y respetar las jerarquías, con gran énfasis en valores absolutos. La
religión definía la línea entre el bien y el mal, sostenía las creencias y
supuestamente regía la conducta estudiantil. Los libros eran la principal
fuente de sabiduría. Las bibliotecas era lugares sagrados. El currículo estaba
fragmentado y las clases eran frontales, de tiza y pizarrón, caracterizadas por
un largo monólogo del profesor que exigía atención e inmovilidad de sus
estudiantes. La disciplina era rígida y quien no se adaptaba al sistema,
sencillamente era expulsado. La cultura autoritaria del aula se extendía por toda
la institución, las jerarquías eran evidentes y todo el quehacer pedagógico se
centraba en la enseñanza con una orientación industrial. Nuestro objetivo era
preservar la cultura y los valores, manteniendo la estabilidad de la sociedad
humana. Intentábamos transmitir los aprendizajes de las generaciones anteriores
y pretendíamos conservar las tradiciones. Mirábamos mucho al pasado. Éramos
conservadores y tan resistentes al cambio, que aun existen muchos colegios
tradicionales.
En mi adolescencia, me transformé en un
colegio moderno. Después de las guerras del siglo XX, la ciencia se hizo
todopoderosa y prometía encontrar al “relojero”. Todo tenía una explicación
científica. La autoridad del profesor se relativizó. Los valores religiosos
también. Las creencias debían ser medibles y demostrables empíricamente. Me
llené de laboratorios y de tecnología. Había que ser más eficiente y lograr que
todos nuestros alumnos pudiesen ser productivos. El progreso, impulsado por la
ciencia y la tecnología, seducía al mundo e influyó decisivamente en el
ambiente educacional. La objetividad era esencial. Nuestros estudiantes
debieron aprender a ser escépticos, a usar el método científico para resolver
problemas y a obtener buenos resultados en pruebas estandarizadas, exámenes que
literalmente abrían las puertas de la educación superior. Nuestros procesos
debieron optimizarse y estandarizarse. Mandaba entonces el tratamiento
estadístico de los resultados y comenzó a medirse la “calidad” para conseguir
un ambiente competitivo intentando fomentar el esfuerzo continuado y el
progreso permanente. La eficiencia primaba como criterio general y la ambición
era la energía impulsora hacia el éxito. Se fomentó una cultura de exploración,
el pensamiento racional y la especialización. El sistema educativo se orientó a
formar personas autónomas, productivas, capaces de aprender y emprender. El
futuro era promisorio y predecible…
Yo quería ser el mejor. En mis aulas
hubo más dialogo y las tareas aumentaron drásticamente. Nuestra intención era
maximizar el aprendizaje ante el aumento explosivo del conocimiento. Y no
dábamos abasto.
La
cultura pragmática de entonces, giraba alrededor del aprendizaje, con énfasis
en las evaluaciones para fomentar la competencia. Y justamente cuando todo parecía
bajo control y obtuve el mayor éxito de mi historia educativa, ocurrió un
evento inesperado, que me provocó una gran crisis existencial y precipitó mi
metamorfosis más angustiante. Como muchas veces ocurre, cuando el futuro está
lleno de certezas, entonces, ¡ocurre lo imposible
Avanzaba con plena
normalidad hacia mi adultez, cuando viví un verdadero terremoto que removió mis
cimientos e inició un proceso de transformación profunda que ya conocerán.
Pronto me convertí en un colegio diferente, un bicho raro en el sistema
educativo. Un colegio que miraba al interior del alumno y que reconocía el
valor de la mirada subjetiva. Fue entonces cuando en nuestra comunidad, la
verdad dejó de ser absoluta y la interpretación personal comenzó a ser
relevante. Se reconoció la validez del punto de vista ajeno. Y el respeto por
la vida comenzó a ser la energía que movía a la institución. La educación se
personalizó. Cada estudiante tenía un camino propio que recorrer y nos
esforzamos en que así lo hiciera. El aprendizaje estaba basado en experiencias
y la metodología sufrió cambios espectaculares. El proceso educativo se centró
en el auto-aprendizaje apoyado por tutorías.
Se formó una cultura
ecológica e inclusiva, donde la diversidad era señal de salud, donde imperaba
la cooperación, la tolerancia y el sentido de comunidad. El aula se amplió
física y temporalmente y el ambiente emocional adecuado fue la principal receta
para educar bien.
El rector implementó
cambios metodológicos basados en psicología de vanguardia y en sabiduría
ancestral. Fomentó la intuición y la
mirada sistémica. Aunque tenía un arma secreta para expandir la
conciencia del estudiante que se estancaba en algún proceso de su desarrollo.
Muy pocos sabían en qué consistía, pero los resultados eran tan dramáticos, que
comenzaron a circular rumores: magia, alquimia, drogas…
Fue entonces cuando
comencé a ser leyenda. Mis estudiantes demostraban avances tan extraordinarios
que mis procesos educativos fueron declarados “sospechosos”. Superé esta dura etapa, enfrentando numerosas incertidumbres. Un nuevo
rector debió hacerse cargo de mi. Y también trajo muchas sorpresas bajo su
brazo. Aunque fue continuador de la transformación liderada por el rector
anterior y usó las mismas estrategias, el nuevo rector tenía su propio sello.
Su mirada apuntaba hacia la creatividad. Privilegió el desarrollo de la
imaginación. Concebía a la educación como un proceso de desarrollo espiritual.
Fomentó los talentos y se basó en los avances de la neurociencia y la física
cuántica para generar los cambios más significativos. Procuraba modificar la
arquitectura neuronal de los estudiantes mediante la meditación e
introspección, intentando convertirlos en seres verdaderamente originales. Pero
su impronta más característica era intentar educar a sus alumnos para alcanzar
la felicidad. Incorporó una serie de nuevas didácticas orientadas a fomentar la
creatividad, identificar áreas de bienestar y encontrarle sentido a la vida.
Lideró otro gran cambio de modelo educativo y como era de esperarse, también
provocó resistencias. Sobre todo porque los resultados inicialmente no fueron
promisorios. Solo cuando centramos el proceso educativo en el co-aprendizaje y
el trabajo en equipo, los resultados mejoraron como por milagro.
Y si de milagros hablamos, la llegada
de una alumna muy especial, fue la gota que terminó por destruir cualquier
vestigio del colegio que fui antaño. Ella probó que los seres humanos siguen
evolucionando. Están superando al hombre moderno. Solo necesitaban el ambiente
adecuado. Ella fue la primera de una nueva generación de humanos superdotados
que necesitaban otro tipo de educación. Observadores y al mismo tiempo
creadores de una nueva civilización. Y en consecuencia, yo debí adaptarme a
ellos y no al revés, en lo que supuso mi cambio más radical. Reconocer y educar
para la no-dualidad.
Así fue como recorrí un camino que antes
no existía. Salí del estancamiento y la circularidad de la enseñanza humana
tradicional y entré en la espiral del aprendizaje moderno, superando las
promesas tanto del auto-aprendizaje como del co-aprendizaje de la
postmodernidad para finalmente facilitar la expansión de conciencia que la
especie humana necesitaba con tanta urgencia.
Desde la perspectiva que me dan los
años, mi transformación influyó en los seres humanos, la especie dominante del
planeta Tierra, preparándolos para tomar conciencia de que colectivamente son
custodios temporales de la magnifica manifestación de la naturaleza en un
pequeño rincón del universo y de que la evolución seguirá su curso inexorable,
dejándolos atrás como los primeros seres que realmente fueron socios de la
evolución en el emprendimiento más hermoso que jamás fue imaginado. La vida.
Pero los humanos están perdidos. Hoy
buscan a los responsables de las muchas patologías sociales que ellos mismos
han creado: la delincuencia, la pobreza, la corrupción, el terrorismo, el
consumismo, el autoritarismo y el cambio climático, la contaminación y la deforestación.
No comprenden que todos estos males de la civilización son síntomas de una letal enfermedad humana: el amor egoísta
e irresponsable. Temo que la humanidad preferirá condenarse a la extinción que
reconocer con humildad que olvidaron a amar con el corazón.
En mi fuero interno sin embargo, mantengo
la esperanza de que los seres humanos puedan recapacitar a tiempo y que
alcancen a reencontrarse con la manera de vivir que los hizo poblar la Tierra,
antes de que ellos se extingan o que el planeta azul los destierre. Esa forma
de vida que se basa en un amor sano y responsable. Y no me refiero a un
sentimiento cinematográfico. Estoy hablando de la energía fundamental que mueve
al universo.
Espero
que mi existencia haya tenido sentido. Deseo que florezcan muchos colegios
dedicados a expandir la conciencia humana, generando condiciones para que los
jóvenes se potencien en infinita diversidad y que las nuevas generaciones de la
especie homo sean mejores versiones que los sapiens. Confío en que los hijos de
los humanos aprenderán a vivir en armonía con las fuerzas de la naturaleza,
educando su conciencia para apreciar los milagros del presente.
Reconozco que la historia que les acabo
de relatar no es humana. Es que no soy humano. Ningún colegio puede expresarse
como humano, tal como ningún humano puede pensar o sentirse como un colegio.
Por eso, debo recurrir a 3 educadores que pueden contar mucho mejor que yo, la
metamorfosis educativa que sufrí: La revolución del escarabajo rebelde.
Luego de que lean las narraciones de
los dos rectores que lideraron mi transformación, la de la psicóloga que los escoltaba
y de su extraordinaria hija, comprenderán mejor que esta es una historia de
amor.